Pequeñas certezas
De Bárbara Colio conocíamos su interesante texto La boca del lobo dirigida por ella misma y sabíamos de sus estudios y andanzas por varias partes del mundo. Pequeñas certezas recibió en 2004 el Premio Internacional para Autoras Dramáticas en Madrid, fue editada en ese país y estrenada en 2006 en lectura dramatizada en el Jer-wood Theatre Upstairs del Royal Court Theatre en Londres antes de que la conociéramos en México en edición de La Centena. Ahora por fin se presenta entre nosotros bajo la dirección de la dramaturga y directora Claudia Ríos autora también del concepto escenográfico que fue llevado a cabo por María Fernanda Dibildoux y Janet Maggi, en que la idea de la autora de presentar la progresión de la acción dramática como secuencias fotográficas (Exposiciones, Revelado, Imagen velada, Impresiones y La foto en la cartera) se traduce en clic de espacios muy despojados en que se hace hincapié en los actores.
El texto dramático se basa en la búsqueda del desaparecido Mario por parte de su citadina novia y el encuentro con los hermanos en Tijuana, pero es mucho más que el misterio de su proceder, que se va develando poco a poco y de su destino que queda en suspenso. Es la necesidad de un testimonio que dé certeza de su imagen y su existencia, y Natalia, la novia fotógrafa, emprende el fatigoso viaje en búsqueda de una fotografía del amado que ella nunca le tomó y, cuando la tiene, en imagen retrospectiva -la imagen velada- puede ver una de las escenas clave de su historia común. Sobre todo, es la descripción de variados caracteres, sobre todo el de esa madre que acoge a los muertos más despojados para darles cristiana sepultura, entrometida en todo, como si todos fueran su familia y que sabe, antes de que se le diga, lo que hará la hija. Sus pequeñas certezas acerca de lo que piensa Natalia no se basan en basuras como la ley de la sangre -muy atinadamente la autora hace de la joven una hija adoptiva- sino en el conocimiento amoroso que tiene de ella y una extraña sapiencia que se manifiesta, sobre todo, en la escena del pastel de chocolate y en la relación que establece con la huraña Sofía.
En un escenario que comparte el piso de mosaicos de un interior o de una calle citadina, con una pizca de arena en el borde -la playa tijuanense- y un lienzo azul al fondo, Claudia Ríos logra un excelente trazo apoyada por la iluminación de Matías Gorlero que hace énfasis en los actores en cada escena. Los escasos trastos y muebles que darán cuenta del escenario necesario en cada momento, son traídos y llevados por los propios actores y por un hombre de sombrero tejano, en el caso de Tijuana, el mismo que yace en la playa, mudo y de espaldas, durante el soliloquio de Sofía, o que está en el bar en la escena de Olga. Resulta excelente la llegada de Natalia y su madre a Tijuana, con esas partes del piso que se levantan casi en sombras y que recuerdan el paso fronterizo y la polca en el diseño sonoro de Alejandro Castaños, como es muy afortunada la presencia de Juan, durante las llamadas, reclinado en la omniscente maleta y leyendo los papeles que falsificara el hermano, escena añadida al texto y que da cuenta de su desespero y de las encontradas emociones que lo habitan.
El reparto -con vestuario de Jeridi Bosch- es encabezado por la estupenda Angelina Peláez que incorpora a la madre con todos las graciosas intervenciones banales, pero que también logra gravedad y ternura cuando trata a la hija o cuando se acerca a esa otra joven, que adivina desposeída, Sofía, la hermana dolida por la ausencia de Mario y sometida al mayor, Juan, y con grandes necesidades de escapar. Sofía es interpretada en su hosquedad, que cede ante la comprensión de la mujer mayor, por Cecilia Suárez que dobla papel con Gabriela Pérez Negrete. Pilar Padilla es Natalia, quien en lo más recóndito y aun con el amor que profesa a su madre adoptiva, no tiene certezas ante la ausencia de retratos, ni siquiera una tumba ante la que llorar, de sus verdaderos padres y necesita, quizás por ello, con urgencia una foto del amado ausente para poder recordarlo. Juan es interpretado por Mauricio Romero, que lo dota de esa rigidez con la que encubre su exasperación y los tormentos de su enamoramiento. La frívola y locuaz Olga es incorporada con singular gracia por Amanda Farah en esta escenificación que contó con un público que logró sortear los retenes de burdos policías que desviaban a los automóviles por la presentación de Timbiriche en el Auditorio.