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Hugo Gutiérrez Vega
HOMENAJE A ORWELL
Como me gusta escuchar voces humanas y me siento totalmente desvalido frente a una computadora que te da instrucciones, rechaza tus datos, se niega a aceptar tus peticiones, pido (y espero un buen rato) que me comuniquen con una persona humana. Así me entiendo mejor, aunque debo decir que algunas de esas personas tienen alma de computadora, padecen de un abotagamiento de la imaginación y tienen la compulsión de repetir discursos memorizados o comerciales que no vienen al caso y nos distraen de nuestro tema central. Hace unos meses luché con una computadora de un banco de Estados Unidos. La pérfida alimaña rechazó mis preguntas por haber fallado en un número de la zona postal a la que pertenece mi pequeño refugio del que ya me está sacando un exceso de libros. Intenté reparar mi falta y sentí la tentación de pedirle perdón a la encorajinada máquina. Ya era tarde. Mi error había causado estragos en la riñonada del monstruo y fui expulsado del trámite sin misericordia alguna. Volví a marcar y esperé la consigna que sirve para que un ser humano haga su aparición en el diálogo computarizado. Esperé y, por fin, escuché una voz humana. Empezó por reprocharme mis errores y, con cierta impaciencia, escuchó mis preguntas. Las contestó tan escuetamente que me vi obligado a decirle lo que Galsworthy, el gran novelista del capitalismo británico, decía respecto a las tres personas en las que debemos confiar plenamente: el cura, el médico y el banquero. Alegué que no podía tenerle confianza a una máquina de voz meliflua y de rigidez casi cadavérica. Posiblemente mi humilde alegato le produjo un poco de compasión y, por lo mismo, escuchó con calma mis preguntas que, por otra parte, no exigían un esfuerzo especial para ser contestadas. Me tranquilizaron algunas respuestas y ya no quise insistir más para despejar del todo mis dudas. Me di por satisfecho y nos despedimos educada y hasta un poco cordialmente. Colgué el auricular y pensé en una tía de edad avanzada que, un buen día, presa de la desesperación ante una de las máquinas parlantes, le gritó, ¡pendeja! y, sin más trámite, se fue al banco para tratar con algún ser humano. Ahí le dijeron que su asunto sólo podía ser tratado por teléfono y con la computadora. Su llanto ablandó al funcionario y él mismo, en un acto de excepcional heroísmo, peleó con la máquina en nombre de la tía. Creo que el resultado final fue aceptable y la buena señora recuperó un poco de su ya casi perdida fe en los seres humanos con los que puede uno hablar por teléfono o ver, con gran dificultad, a través de una ventanilla penumbrosa.
Hay en el aeropuerto de Ciudad de México un aparatoso artefacto al que uno le paga el precio del estacionamiento. Tiene un sistema tan complicado que han puesto a un empleado para que reciba el dinero y accione las palancas y botones necesarios para que aparezca el talón de pago. Tal vez podría suprimirse el artefacto y dotar a la persona humana de una cantidad de talones de pago suficientes para la demanda de un día, pero eso dañaría el prestigio tecnológico de un aeropuerto moderno y simplificaría lo que, por razones de amor a la burocracia, se puede complicar y convertir en un misterio para los seres de carne y hueso.
En el mismo aeropuerto, una línea aérea de enorme importancia, ha instalado unas máquinas que permiten a los pasajeros documentar sin tener la molestia de hablar con un empleado de la aerolínea. Intenté, con mi natural torpeza, documentarme y, de repente, la máquina me mandó a San Francisco (yo iba nada más a Zacatecas). Al ver mi perplejidad manifiesta, se me acercó un empleado y me hizo el favor de realizar el trámite. ¿Todo esto ahorrará tiempo y dinero a la compañía?, ¿le permitirá reducir el número de empleados? Lo ignoro, pero creo que, de momento, necesita más funcionarios para que ayuden a los pasajeros helados frente a una máquina a la que no le pueden dar los buenos días y saludar con esa sonrisa boba que casi todos tenemos en los aeropuertos. En fin... seguirán los desencuentros con la inteligencia superior de las computadoras. Confieso que esto me da pánico. No pasa lo mismo con los muchachos que ya están acostumbrados al mundo cibernético. Esto es indudable, pero ojalá que nos sea dado preservar algunos aspectos del diálogo humano.
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