Naciones árabes temen convertirse en "otro Irak"
Nahr el-Barad, campamento de furia y sangre palestinas
Nahr el-Barad, Iran, 23 de mayo. Es un lugar de furia palestina... y casi de una cantidad igual de sangre palestina. Los niños cubiertos de vendajes y gimiendo de dolor que fruncen el ceño a la vista de médicos extraños, de aspecto poco paternal; la mujer de edad mediana que nos mira con un ojo mientras un manojo de sondas penetra en su estómago, abierto por una herida; una serie de hombres indignados, de expresión débil, que tienen el cuerpos y las piernas hechos pedazos.
Uno es Youssef Radi, a quien las esquirlas le abrieron el brazo y la espalda; fue llevado al hospital palestino Safad, en Badawi, con los pies sangrando; su figura se ve minúscula en una enorme camilla mientras la enfermera trata de cubrirlo con una sábana. No le han dicho que su madre murió a su lado, ni que su padre permanece en el campamento. Y no mencionemos a Aiman Hussein, de seis años, golpeado por cien pedazos de metal de un proyectil del ejército libanés: en el cuello y la espina dorsal, la tibia inferior, el pie, la espalda, por todas partes. Los médicos tuvieron que llevarlo a Trípoli de urgencia porque no podían operarlo.
Visiten el hospital Safad si se atreven. O bajen con precaución de su coche en la línea frontal del ejército libanés en Nahr el-Barad y pasen al lado de los soldados sudorosos y exhaustos a quienes les han dicho que defienden la soberanía de Líbano al combatir a los hombres armados de Fatah al Islam, los cuales se mantienen ocultos en las humeantes ruinas de la orilla del campo palestino.
Algunos edificios tienen un aspecto de encaje irlandés, y el alminar verde de una mezquita luce un boquete de proyectil apenas debajo de la plataforma desde la cual se puede escuchar cinco veces al día la llamada del muecín, como si un gigante le hubiera dado un puñetazo de coraje. Hasta hay un campo de raídas tiendas de campaña, que es como debió de haberse visto este campamento cuando los abuelos de estos niños heridos llegaron aquí de Palestina en 1948.
Los transportes blindados libaneses de personal están ocultos bajo tierra, y los soldados se protegen detrás de una colección de casas, gasolineras y estacionamientos derruidos. En uno de éstos encontramos a dos coroneles que con amabilidad nos ofrecen café, y un teniente que vivió en Montreal llama a un amigo mutuo -un coronel libanés que está en el sur del país-, quien muerto de risa me pregunta por el celular: "Robert, ¿qué haces en Nahr el-Barad" Como si no supiera.
Miro al campamento. ¿Vale la pena el dolor, las miserables calles vacías, el derruido edificio de departamentos cuyas ventanas todavía despiden humo gris? Los soldados libaneses afirman que tratan de no herir a civiles -bueno, me viene a la mente otro ejército que dice lo mismo, ¿verdad?-, pero ¿era necesario que tantos palestinos murieran o fueran lesionados por los crímenes de unos cuantos, algunos de los cuales -aún no sabemos su número- ni siquiera son de Palestina, sino de Siria, Yemen o Arabia Saudita?
Detrás de mí está el puesto de revisión donde los hombres armados de Chaker el Absi (nacido en Jericó en 1955, después piloto de Mig en Libia, según su hermano, que vive en Jordania) masacraron a cuatro soldados el fin de semana, rebanándoles la garganta y dejando sus cabezas sobre el camino. La mayoría de los soldados que me rodean vienen del norte, al igual que aquellos soldados asesinados. ¿Habría sentimientos de venganza más que disciplina militar cuando abrieron fuego?
Donde sin duda hay gruñidos de venganza es en el hospital Safad -cuyo nombre, como coincidencia terrible, es el mismo de la ciudad palestina de los tiempos anteriores a Israel de la cual provinieron en un principio muchas de las familias refugiadas en Nahr el-Barad-, y Fatah, el viejo Fatah de la OLP de Arafat, ahora tiene hombres armados en las calles para proteger del próximo brote de furia al personal médico y a los nuevos refugiados heridos.
Todo el día las ambulancias han transportado heridos desde el campamento, con las sirenas aullando a través de los pabellones, cargadas de heridos, enfermos, ancianos y mujeres que ya no soportaban más. Les dan pequeñas bolsas de pan, como a animales recién llegados al mercado, y los envían a la calle.
Han oído todas las declaraciones políticas. Nicolas Sarkozy, el nuevo presidente francés, estuvo al teléfono con el primer ministro libanés para insistir en que no debe ceder a la "intimidación" -tal vez cree que los palestinos son "chusma", como llamó a los árabes amotinados en los suburbios de París el año pasado-, y el presidente Bush dio su apoyo al gobierno y al ejército libaneses. Y Walid Jumblatt dijo en alusión al presidente sirio que "el ejército libanés debe aplastar a Fatah al Islam de una vez por todas, para evitar que Assad convierta a Líbano en un segundo Irak".
De eso hablan todos ahora, de que otra nación árabe soberana pudiera convertirse en un nuevo Irak. Los argelinos decían lo mismo hace dos días, que los atacantes suicidas islamitas trataban de convertir a Argelia en "un nuevo Irak". Todo este día me la he pasado preguntándome: ¿qué hemos desatado ahora?
Bueno, podríamos preguntarle a Suheila Mustafá, quien permanece este miércoles junto a la cama de su hermana Samia, de 45 años, tan terriblemente herida en la cara por la metralla del ejército que no puede hablar ni enfocar sobre nosotros la mirada de su hinchado ojo izquierdo.
"Nos acabábamos de despertar cuando escuchamos los primeros disparos", recuerda. "Mi hermana estaba a mi lado y cayó con sangre en la cabeza. Tuvo una hemorragia desde las 5:50 de la mañana hasta las 3 de la tarde. Al final mi hermano nos trajo en su coche. Pero déjeme decirle esto: los palestinos hemos escuchado a Walid Jumblatt y le damos gracias de que nos mande más metralla. Y me gustaría agradecer al primer ministro Siniora, y también muchas, pero muchas gracias a George Bush y a Condoleezza Rice. En verdad quiero agradecerles estos proyectiles y estas heridas que sufrimos. Y si Rice de veras quiere mandar más municiones al ejército libanés, pues que se dé prisa. Todavía queda en el campamento una mujer encinta, y el niño que lleva en las entrañas nacerá y llegará a ser hombre... ¡y entonces veremos!"
Desde luego, nadie quiere recordarle a Suheila -quizá ni siquiera su hermana, tan terriblemente herida- que los palestinos son huéspedes de Líbano, que al permitir que Fatah al Islam se alojara en la orilla de su campamento del norte del país estaban invitando a la desgracia. Pero la condición de víctimas -y no dudemos de la integridad y dignidad de esa condición- se ha vuelto casi un abismo en el que los palestinos han caído.
Está también Ahmed Sharshara, de apenas seis años, con un gran vendaje de yeso sobre el pecho. Un trozo de proyectil le penetró por la espalda, le rompió la espina dorsal y le salió en parte por el pecho. La radiografía mostró que un pedazo de metal parecido a una hoja se le alojó en el estómago. Le están secando los pulmones. No puede hablar.
Y está también Nibal Bushra, quien salió al balcón de su casa el domingo por la mañana para averiguar por qué disparaban hacia el campamento cuando una sola bala le dio a su hermano. Luego otra bala, de un francotirador, le dio a él.
De regreso en Nahr el-Barad, noto un montón de casquillos vacíos de ametralladora del ejército libanés, y recojo uno de recuerdo. Y cuando llego a mi casa en Beirut, lo pongo junto con un cargador mucho más antiguo que recogí a finales de los ochenta, cuando este mismo ejército sitiaba a los palestinos en Sidón. Por supuesto, los dos son idénticos en calibre. La tragedia continúa. Y su naturaleza idéntica la ha vuelto normal, rutinaria, típica, fácil de aceptar. Ay de nosotros si así lo creemos.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya