Usted está aquí: lunes 7 de mayo de 2007 Cultura Uruguay

Hermann Bellinghausen

Uruguay

Ampliar la imagen Calle de Montevideo Calle de Montevideo Foto: Tomada de Internet

Había una vez un país tan pequeño que por momentos sus propios habitantes no lo veían o lo confundían con otra provincia del enorme país vecino de Argentina, del cual lo separaban aguas vastas, pero navegables, y pocas cosas más. Era un país hermoso, que medio en broma sus vecinos porteños llamaban afectuosamente "una de nuestras provincias más bonitas".

Bueno, este paicito no eran tan breve como pudiera pensarse. Contenía cielos y ríos hasta más allá del horizonte, superficies "suavemente onduladas" (como enseñaban a decir a los niños en las escuelas), las mejores playas que el sur pudiera imaginar y anchas carreteras ¿O a poco creen que un país chico no puede conocer las grandes distancias? Juan Carlos Onetti, narrador inmenso en su lengua, o sea la nuestra, de plano inventó un lugar, le puso Santa María y pasó el resto de su vida contándolo. Terrible el mundo, caballero.

En su capital, el importante puerto de Montevideo, había nacido uno de los poetas más extraños y desdichadamente geniales de la civilización occidental, el conde de Lautremont, que muy joven infectó a París con los Canto de Maldoror y su belleza convulsiva marcó para siempre la sensibilidad occidental. Llamado Isadore Ducasse, se impuso el título de conde Del Otro Monte, en referencia a Montevideo, su otredad. Murió pronto.

-Esta es la avenida 18 de Julio. La más importante. Pero chiquita, no crea -explicaban taxistas y transeuntes surcando la vivaz metrópoli.

-Es una ciudad chiquita, pero ya somos más de un millón, apretados, eso sí -celebraban espontáneamente otros con mal disimulado orgullo ante el paisaje abigarrado de autobuses, carros, motos y gentío por arriba y por abajo.

-Somos un país chiquito -reiteraban todos al hablar de cualquier cosa, como sus hábitos alimentarios o su historia entreverada y sangrienta. En esa tierra bebían de una yerba espesa y verde el día entero. Hombres y mujeres iban por la calle y por la vida con un termo lleno de agua caliente bajo un brazo y en la mano opuesta un guaje del tamaño de un puño, forrado de cuero y unido con todas las bocas por plateadas bombillas ex profeso. Tratándose de un país tan pequeño, necesitaba importar de su vecino Brasil abundantes cargamentos de yerba mate, finita y sin palo. La adicción era nacional, generalizada, permanente, cálida y sociable. Como el país era tan chiquito uno se encontraba con todos constantemente.

Otro de sus escritores, el más célebre, amado en muchos países del mundo y en distintas lenguas, tejió miles de breves historias bellas que fue juntando a su discreto paso por la Tierra. Una vez lo vi trabajar: sacó un cuadernito no mayor que la palma de su mano y registró un rato, en caracteres diminutos, de relojero, algo que había escuchado o que pensó, vio, sintió, o todo junto. Aquel miniaturista de la lengua recorrió las venas de América Latina, los mitos y los fuegos de la historia profunda. Eduardo Galeano tuvo que ser uruguayo para demostrarnos cuánta grandeza reside en lo pequeño.

Generosos en el mate, el asado, el vino y la conversación, en ese exéntrico país chiquito eran dados a criticarse terminantemente. Un periodiquero lamentaba en alguna esquina del centro:

-Acá somos muy rompe (apócope de "rompepelotas"), no nos gusta ponernos de acuerdo, cada quien quiere ser su propio partido político.

Hablaban todavía mucho de "la dictadura", un terrible periodo de su historia moderna. Pero con alivio. Cierta callejuela de primer cuadro llevaba el nombre de Pasaje de los Derechos Humanos; el único edificio allí era la Suprema Corte de Justicia, que llegó a ser criminal y cómplice durante la barbarie militar.

También hubo un tiempo un periodico arriesgado que se llamó Marcha y que, pequeño y modesto, fue por años un faro de referencia ética para la América entera, con todo y un Quijano Quijote al mando. Luego se llamó Brecha y siguió siempre en la ídem. "Chiquito", decían sus editores con infundada modestia.

En la capital, la basura, los archivos muertos y el cascajo los recolectaban hombres en carretas de madera tiradas por caballos pachorrudos y ciegos, indiferentes al tráfico de las horas pico. País cansado de crueldades, tenía ciudadanos que abogaban por las bestias con el argumento humanitario de que estaban sobreexplotadas en condiciones crueles el día entero, hasta la extenuación. A veces los caballos morían de pronto a mitad de la calle.

Pese a sus desacuerdos presuntos, a la gente de ese país le daba por una solidaridad universal y hasta galáctica. Sin ir más lejos, en muchos muros de Montevideo un esténcil repetía por entonces con rojos caracteres militantes: "Marte para los marcianos". Cómo no estar de acuerdo.

 
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