Usted está aquí: martes 24 de abril de 2007 Opinión Yeltsin

Pedro Miguel

Yeltsin

La imagen era más que una alegoría: se le recuerda trepado en un tanque con el edificio del Parlamento como telón de fondo, mientras leía una proclama contra el intento de golpe de Estado que protagonizaron algunos cuadros del viejo régimen soviético en agosto de 1991. Boris Yeltsin era ya presidente de la Federación Rusa, pero el objetivo principal de la intentona era la presidencia soviética, ejercida por ese entonces por Mijail Gorbachov. A los golpistas les salió el tiro por la culata. En vez de quitar del poder al impulsor de la perestroika, el episodio hizo posible que Yeltsin concentrara en Moscú el poder real que quedaba en el menguante imperio y que cuatro meses más tarde acordara su liquidación con los caciques de las otras 15 repúblicas soviéticas.

Se decía demócrata, pero en 1993, cuando el Congreso se mostró reacio a acatar sus órdenes, no tuvo reparos para ordenar el bombardeo criminal del mismo edificio que había servido de escenografía para su hazaña de dos años antes. Más de 150 personas -entre ellas, muchos parlamentarios opositores- murieron en el ataque y la democracia se quedó, desde entonces y hasta la fecha, como rehén del Kremlin.

Yeltsin no perdió el tiempo. En cuestión de meses, la desregulación salvaje, la desarticulación de las viejas instituciones de bienestar y el reparto de las propiedades estatales entre capitales privados que actuaron en condiciones de pillaje generaron en toda Rusia una catástrofe social de magnitudes no vistas desde la Segunda Guerra Mundial. Las ciudades se poblaron de mendigos, de desempleados, de gente sin casa, de jubilados famélicos y de héroes de guerra que cambiaban sus medallas por raciones de comida. El gobierno "democrático" heredó del despotismo zarista y del estalinismo el desprecio absoluto por las necesidades elementales de la población.

La guerra económica contra las mayorías rusas se vio acompañada por la guerra simple contra los chechenos, luego de que éstos hicieron con respecto a Rusia lo mismo que había hecho Rusia con respecto a la extinta URSS: declarar su independencia. Después de una campaña contrainsurgente como todas (es decir, con ejecuciones extrajudiciales, torturas y desapariciones, asesinatos en masa), en el verano de 1995 las tropas de Moscú cercaron Grozny y la aviación y la artillería lanzaron centenares de toneladas de explosivos sobre la ciudad sitiada. Se calcula que unos 25 mil civiles murieron en esos días en los que se repitió, en escala menor, el genocidio realizado por Stalin contra los pueblos caucásicos tras la derrota de Alemania. Pese a todo, Yeltsin no consiguió doblegar a los independentistas y hubo de declarar un alto al fuego y aceptar el inicio de conversaciones de paz. Habían caído cerca 73 mil chechenos y unos 5 mil 500 efectivos rusos.

Si una virtud ostentaba el difunto era la de conocer los remordimientos. Los tuvo por haber vulnerado el desarrollo democrático y confesó haber sentido vergüenza por el bombardeo del recinto parlamentario. Adimitió que no podía quitarse de encima "la responsabilidad por el dolor de tantas madres y padres" que perdieron a sus hijos en la guerra contra Chechenia. Esa característica lo honra y lo diferencia de los matones occidentales (Bush, Blair, Aznar) que andan por ahí, muy quitados de la pena y con una sonrisa de oreja a oreja mientras en Irak ocurre, por culpa de ellos, una de las peores masacres de la historia. Sería bueno que los aspirantes a gobernar un país fueran obligados a pasar por pruebas que investigaran su capacidad de sentirse culpables y de ponerse en el lugar de los demás.

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