Eje Central
Amorcito corazón
Ahorita, gracias a Dios, tengo trabajo, pero no sé hasta cuándo. El negocio de la muerte también está en crisis. En las funerarias de prestigio cada día hay menos servicios. Fíjese y verá: los obituarios que se publican en los periódicos llegan a aparecer en blanco o, cuando mucho, con uno o dos nombres. No se debe a que la muerte descanse, sino a que en el ramo han aparecido los piratas: bucaneros de la muerte, los llama Celedonio.
Según él, los piratas tienen olfato de perro y merodean por los hospitales donde saben que la muerte va a hacer una parada. Entonces se presentan ante los deudos dizque para facilitarles los trámites. La pobre gente, en momentos tan dolorosos, no se mete a investigar si la funeraria tiene registro, si cumplirá con lo acordado, si el pago incluye publicación de esquela... A la familia del difunto lo único que le importa es que el servicio sea barato y rápido, como sopa en vaso de plástico.
No sabía nada de eso hasta que me lo explicó Celedonio. Soy su copiloto en la carroza 9. Es de las de antes, con adornos de terciopelo y todo. Lo malo es que mi superior la maneja siempre a 40 kilómetros por hora. Por cortitos que sean, los viajes se vuelven larguísimos, así que el muerto tarda menos en llegar a la eternidad que nosotros al panteón. Se entiende que es un chiste, pero me salió carito hacérselo al chofer.
II
La mañana de mi primer servicio en la Nueve hacía mucho calor. Le pedí a Celedonio que aumentara un poquito la velocidad; total, el difunto no iba a darse cuenta y el cortejo fúnebre mucho menos. A partir de ese momento el viejo empezó a tenerme desconfianza. Me aseguró que, pese a mi rango, jamás me cedería su lugar, ni siquiera cuando le pegara una de esas jaquecas que le arrancan lágrimas.
Celedonio sigue pensando que en cuanto me ponga al volante le meteré al fierro y haré el viaje a cien por hora. No niego que lo haría a 50, a 60 quizá, pero a cien ¡ni en sueños! Las avenidas están en pésimas condiciones y la carroza 9 anda por el estilo. Cuando quiero molestar a Celedonio le digo que los bucaneros de la muerte tienen mejores vehículos que el nuestro. Bufa de rabia, como si hubiera insultado a su madre. La idolatra y la considera santa porque, según él, Dios le dio el privilegio de avisarle cuándo iba a morir.
III
Celedonio me lo dijo durante nuestro primer servicio. Después de advertirme que jamás me cedería el volante, perdió el habla. Si le preguntaba alguna cosa no me respondía. Hice mis cálculos: "Para que lleguemos al panteón faltan por lo menos dos horas. El vehículo no tiene radio -Celedonio se lo quitó en señal de respeto a "sus" muertos- y el viaje va a ser aburridísimo. ¿Qué hago?" Me puse a ver a las muchachas a través de la ventanilla, pero noté su expresión de horror y decidí mantener la vista al frente.
Así estuvimos como una hora. No se imagina lo que era para mí ir sentado junto a un mudo y con una muertita atrás. Piense que aún no me había familiarizado con este negocio y me impresionaban los difuntos. Además temía que Celedonio me reportara ante el gerente y me hiciera perder el empleo cuando a mi jefa acababan de diagnosticarle su enfermedad.
Me sentí muy presionado y le dije una mentira a Celedonio: "Si le pedí que manejara más rápido fue porque me urge llamar a mi madre, que está sola y enferma. ¿Me entiende?" El se metió la mano a la bolsa del saco y me ofreció su cartera. "Abrala. Allí está el retrato de una santa: mi madre". Se oía muy emocionado. Vi la foto de una señora con un chinito en la frente. "¿Murió?" Me sorprendí al verlo sonreír. "Sí, como ella quería: en su casa, en su cama, con tiempo para decirme dónde estaba su sábana y despedirse de mí".
En parte porque necesitaba quedar bien y en parte porque me entró la curiosidad, le pedí detalles; total, a 40 por hora faltaban siglos para que llegáramos al panteón. Voy a tratar de contarle la historia tal como me la platicó Celedonio:
IV
"Mi madre se llamaba Elfega. Nació en un pueblito muy aislado, Villavicencio, donde había pocas diversiones: las ferias que iban de vez en cuando, las exposiciones ganaderas y la asistencia a la iglesia, donde mi padre era maestro organista. Un día convocó a las muchachas del pueblo para formar un coro. Mi madre, que era muy religiosa y tenía una voz bellísima, se inscribió. Al poco tiempo se convirtió en solista.
"Me platicaba que los domingos iba más gente a la misa para escucharla interpretar los himnos y alabados que mi padre le enseñó. El quiso aleccionarla más y, aunque era mucho mayor, terminó casándose con ella. Tardé mucho en nacer. Mientras tanto ellos se consagraban a la música: de lunes a viernes ensayaban con el coro en la iglesia y los sábados por la noche en la casa.
"Todo iba bien hasta que un día Justiniano Fernández, el dueño de la única fonda del pueblo, compró un televisor para instalarlo en su negocio. Como era algo nunca visto, Justiniano hizo una reinauguración a la que asistió el pueblo entero. Aunque la cena era gratis nadie la probó: todo el mundo estaba atento al programa en que mi madre vio por vez primera a Pedro Infante. La impresionó tanto que, de una sola oída, se aprendió Amorcito corazón. Nueve meses después nací yo.
"Luego aparecieron otras teles en el pueblo. Las muchachas empezaron a desinteresarse en el coro y al fin se desintegró. Mi madre, como tenía que cuidarme, sólo cantaba los domingos en la misa de doce. Seguía haciéndolo muy bien, sólo que de vez en cuando se le iba el santo al cielo y, sin darse cuenta, adoptaba el ritmo de alguna canción de Pedro Infante. El sacristán mayor, al advertirlo, mandó llamar a mis padres y los despidió.
"Mi padre, disgustadísimo y muy celoso de la influencia de Pedro Infante, le prohibió a mi mamá que volviera cantar. Pero ella siguió haciéndolo en secreto: de eso sí me acuerdo. Ya parece que la veo, con la frente pegada al radio, oyendo El teléfono libre y otros programas en los cuales se tocaban a todas horas las canciones de Pedrito. Una vez mi padre la sorprendió, tomó el RCA Víctor y lo hizo pedazos. Allí empezaron los tiempos malos.
"Sin lo poquito que ganaba como maestro organista y las invitaciones para presentarse en otras iglesias de los pueblos vecinos, mi padre no la hacía con su sueldo en El Alazán, una tienda de aperos y semillas. Al poco tiempo la pobreza y la contrariedad lo mataron. En señal de duelo mi madre dejó de cantar durante muchos días. Solos, con deudas y viviendo de préstamos, yo entré de cargador en el mercado y mi madre le pidió trabajo a Justiniano. Para ese momento él ya había metido una rocola en su negocio y el pueblo se llenó con las canciones de Pedro Infante.
"Al llegar a la casa mi madre las repetía. Su ilusión era llegar a conocerlo para interpretarlas a dúo con su ídolo. La esperanza de que eso llegara a ocurrir la mantenía fuerte, viva, con el entusiasmo de una mujer que espera a un hombre. El día en que al fin logramos pagar todas nuestras deudas mi madre compró una tele. La encendimos para probarla y de repente escuchamos la noticia de que Pedro había muerto. En vez de llorar mi mamá se soltó cantando Amorcito corazón.
"Fue siempre su canción predilecta: 'El día que ya no tenga deseos de cantarla, mala señal', me dijo cuando nos mudamos a la ciudad de México. Y así fue. Una mañana me extrañó no oírla. Le pregunté qué le sucedía. 'Voy a morirme', respondió. Luego me dijo dónde estaban su sábana, nuestros papeles y murió".
¿Qué piensa de la historia? ¿Cree usted que haya sido cierta? Por mi parte, tratándose de Pedro, lo creo todo.