El cuento de Mercedes Iturbe
De regreso de Barcelona, hace años, Mercedes Iturbe se mantuvo en ascuas durante uno de esas largos atardeceres de verano en París, diciéndome que no me lo iba a contar. Inútil que insistiera. Insistí, sin curiosidad, para darle su sazón a un secreto en el que no creía porque no imaginaba.
''Además", agregó entre dos frases sabrosas como son las confidencias de amores, ''no te voy a decir nada". ''¿Nada de nada?", pregunté por pura provocación, más por seguir los manuales del trotskismo o la guerrilla que por ganas de conocer un secreto que no me decía, en efecto, nada.
''Bueno, Vilmita", el diminutivo de mi nombre emerge siempre, no sé por qué, con los silencios de lo sobrentendido entre sus sílabas. ''Prométeme que no lo escribirás: mira, es mi cuento, es una ma-ra-vi-lla, deja que te cuente, pero jura que no lo escribes, es mi cuento".
Le prometí y le juré cuanto pude, sin saber si el secreto valía la pena y la escritura. Pero puesto que lo ignoraba...
La Gran Chiquita, la Plástica Mexicana, como la apodaron respectivamente José Luis y Bertha Cuevas, cuando los días de pasión que la condujeron al divorcio -''y a la libertad", me susurró con el tímido candor que fue su mayor encanto-, aspiró con todos sus senos el aire tibio de un sueño de verano.
Entonces, en ese entonces, con las telas de Gironella, Zamora, Toledo, Kaminer, Saura, Lam y Zárate en los muros de su departamento, me contó su cuento: ''Te dije, ¿recuerdas?, del tipo ése tan enamorado, celoso como un gitano, que me perseguía..."
Mercedes me había, en efecto, relatado algo de un hombre a quien no presté atención porque ella misma no lo había hecho. Pero el amoroso catalán acababa de dar pruebas de un amor fuera de lo común: se había transformado en ella.
O casi. ''Porque ahora quiere saber mis medidas exactas, si tengo un lunar aquí o allá, qué como, mis pesadillas, mañas, rencores... si parpadeo cuando veo a Víctor... date cuenta, Vil...mi...ta, me pidió un mechón de mis cabellos para que le quedaran igualitos".
El candor de Iturbe estallaba ante mis ojos como la llamarada pirotécnica que eran nuestras vidas, en ese entonces tan nostálgicamente literarias.
Me mostró, un año después, de nuevo de regreso de Barcelona, una foto del sospechoso doble que era su enamorado: creí que se burlaba de mí y se trataba de una autofotografía. Pero los rasgos, la mirada, la sonrisa eran más duros: no era ella, no exactamente. Mercedes Iturbe fue, era, es, ahora para siempre fotógrafa, sabía mirar. Sus ojos descubrían, antes que la cámara, la oscuridad y la luz. Tengo fotos tomadas por ella en Biarritz: atrapa el vuelo de la falda levantada por el viento arriba de los muslos de la modelo titubeante que se apoya en ese mismo viento para evitar la caída. Fotos en un castillo de Burdeos: ahí están Víctor y Martha Flores Olea congelados en la luz. En París, durante una fiesta de bodas en la galería de Nesle: de nuevo el vuelo, ahora del baile, de un hombre y una mujer que respiran el aire del otro.
Le devolví la fotografía de ese sospechoso doble y le pregunté si no le daba miedo. La apoderación. Narda o el verano, pensé en ese desvanecimiento de la persona, invocado por Salvador Elizondo como un anuncio de muerte. ¿Mercedes rozaba un abismo o yo tenía visiones? Pero la foto no era una alucinación mía. Era tan real como un pedazo de papel impreso.
De vez en cuando, Mercedes me decía, muy rápido, como si la velocidad asegurase el secreto de la confidencia: ''Se operó, ¿te das cuenta?", volviendo de inmediato a la plática sobre una exposición, el clima, una cena de Juan Soriano... ''Me perturba verla...", Mercedes cortaba la frase, a mí me tocaba concluirla cuando no había conclusión, sólo notaba que ahora se refería a ese doble como a una mujer. Tal vez a ella misma.
Sé, porque me lo dijeron, lo leí, lo escuché, que Mercedes Iturbe ha desparecido. ¿Quién la vio morir? Nadie ve ese instante que el tiempo, celoso, arrebata. La frase que propone el enigma sigue inconclusa. Oigo los pasos en las escaleras, inesperados, esperados, temiendo que Mercedes toque a mi puerta y me diga que sí es ella. Con sus aretes, sus collares, su bustier color vino, sus pantalones negros, tal como la vi la última vez durante una fiesta de bodas en el museo Cuevas. La otra, ese otro, la que seguirá viva.