Usted está aquí: jueves 12 de abril de 2007 Opinión Croll

Olga Harmony

Croll

El dramaturgo chileno Ernesto Anaya escribió Croll a petición de la titular de Teatro de la UNAM, Mónica Raya, para ser estrenada en la Alberca Olímpica de Ciudad Universitaria, cosa que no ocurrió y se dieron algunas funciones en la fuente del Centro Cultural Universitario en un proyecto de DramaFest que encabeza Aurora Cano. Ahora se reestrena en el Teatro Helénico con muchos y variados apoyos, en dirección de José Antonio Cordero. Se trata de un divertido espectáculo en que se dan algunas críticas, muy al gusto de la clase media, a la burocracia, a la corrupción del Comité Olímpico y al sindicalismo, sin que el autor se adentre en un auténtico análisis social, desperdiciando la oportunidad de contrastar, en la escena de la soprano alemana y el violinista mexicano, es decir, de un personaje del mundo desarrollado y otro del subdesarrollo, los motivos de que esto sea así. A lo mejor se pide demasiado de un divertimento, pero entonces las muy superficiales críticas salen sobrando, cuando México atraviesa por momentos oscuros que a muchos nos tienen preocupados y es por ello que se pediría o bien un mero entretenimiento o bien censurar a profundidad más las causas que los efectos. Pero entonces, admito, estaríamos hablando de otro texto y no de éste en que menudean los diálogos ingeniosos.

Anaya construye su obra a base de dos parejas que dialogan, en otras tantas escenas, para al final formar un cuarteto de náufragos que riñen y se contentan en una pequeña balsa. De manera muy curiosa, las dos parejas son como espejo una de la otra, con mujeres competitivas y ambiciosas y hombres derrotados de antemano. La campeona de natación y la soprano son triunfadoras en lo suyo -más la primera que la segunda- y ambas temen la superioridad de otras que les harían sombra. Los hombres muestran su mediocridad, el nadador sin méritos y el músico que no pasa de octavo violín. En la primera pareja, la de los nadadores, hay un remanente de la lucha de sexos -con un truco poco eficaz, el de hacer que se hablen de usted para revelar posteriormente su verdadera relación- y en la segunda, la de los músicos, un asomo de entendimiento amoroso a pesar de la diferencia de culturas que se muestra sin ahondar demasiado. En la balsa, las dos mujeres se entienden, tras reñir por un equívoco y ambos varones crean una especie de amistad que los llevará al final, revirtiendo la idea de pareja.

En una escenografía que simula una alberca -algunos de cuyos elementos desaparecen tras un oscuro para dar la impresión de mar abierto- debida a Ingrid Sac, quien también ilumina, José Antonio Cordero crea un espectáculo casi musical (en musicalización de Heiko Kalmbaeh y del propio director) en que las canciones, bailadas por los actores, en coreografía de Pilar Gallegos y con el extravagante vestuario de Oscar Olivier, sirven de rupturas, congelada la acción que vuelve a desarrollarse tras el bailable, siendo el más afortunado de éstos, desde el punto de vista de solución escénica, la de las mujeres y el tiburón. En ocasiones los actores se dirigen al público -el más feliz de ellos, el del músico convertido en vendedor ambulante- y la versión en español de algunas de las canciones grabadas se proyecta a la manera de kareoke tan de moda.

Son momentos muy graciosos, aunque de pronto se sienta repetitivo el efecto, y uno de los mejores es el de la soprano y el músico con la otra pareja que asoma tras la pared de la alberca haciendo coro. La brillantez de la escenificación magnifica la gracia de muchas escenas y Cordero estructura el espectáculo de tres maneras diferentes. En la parte de los nadadores, la campeona, encarnada con mucha gracia por Aurora Cano, y el frustrado nadador, al que brinda su capacidad actoral Enrique Arreola, están en lo alto de la pared límite de la alberca y dan sus diálogos mientras ejercitan el cuerpo, sobre todo la primera. En la segunda escena, la soprano interpretada de manera chispeante por la excelente Mónica Dionne y el violinista, a quien Diego Jáuregui presta su exaltada frustración, se mueven por toda la parte baja del escenario, incluyendo las desiguales escalera de la alberca y el ojo de agua del piso. Y en la última y muy difícil, los cuatro se comprimen en la canoa inflable, se mueven, la tambalean al llegarse a las manos y salen de ellas en los bailes-rompimientos para regresar y aletargarse en el desánimo de los náufragos.

 
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