Usted está aquí: domingo 8 de abril de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Los náufragos del banco

Los nuevos trabajadores eventuales entran en la oficina. Forman el grupo 11 hombres de distintas edades. Visten trajes lustrosos, chamarras de dril y pantalones de mezclilla. Todos llevan en la mano un fólder con el logotipo del banco. Permanecen junto a la puerta sin atreverse a ocupar las sillas frente al escritorio del licenciado Rodríguez. Su voz profunda suena como un estallido: "¿Por qué tan lejos? ¡Acérquense! No me tengan miedo".

Los eventuales obedecen. Sin preámbulos, Rodríguez les informa que fueron contratados para lograr que los clientes morosos cubran sus adeudos con el banco. La herramienta de que disponen es el teléfono, su táctica debe ser la persistencia, su única misión: obtener el pago. Los métodos que apliquen para lograrlo no son de su incumbencia. Los deja en completa libertad para que presionen y amenacen con turnar al departamento jurídico el expediente de los atrasados.

Hace una pausa. Se deleita mirando las expresiones azoradas de quienes encontraron en el departamento de cobranzas la última tabla de salvación. Ha estudiado los expedientes de los 11 eventuales. El los llama "los náufragos". Los datos indican que son individuos dispuestos a cualquier cosa con tal de alcanzar su máxima aspiración: una plaza permanente.

Se abre la puerta y aparece un hombre de facciones aquilinas, cabello negro y brazos demasiado largos que entorpecen sus movimientos. Va directo a la única silla vacía. El licenciado Rodríguez le sonríe y continúa su exposición en un tono menos impersonal: "Aunque les parezca increíble, yo también he vivido la angustia de perder un empleo, he probado el sabor amargo del pan que se compra con el préstamo o la dádiva".

Complacido del efecto que ha provocado entre los "náufragos", se apoya en el escritorio con el pecho hacia adelante y sigue hablando: "Sé que volver a casa y presentarse con las manos vacías an- te padres, esposa e hijos es la peor de las derrotas. La sufrí. Seguro de que ya no tenía futuro, quedé paralizado. Pero llegó el momento en que me sentí capaz de todo con tal de lograr la sobrevivencia de mi familia y de nadie, absolutamen- te de nadie más. Descubrí esa verdad la mañana en que llegué a este auditorio y prometí orientar todas mis capacidades en favor del banco. Es lo que espero de ustedes".

El licenciado Rodríguez sabe que otra vez logró que los "náufragos" se identifiquen con él y quieran, sobre todas las cosas, estar en su posición. Une las manos y mira a la distancia: "Valió la pena. Mi esfuerzo fue recompensado, pero el camino para llegar hasta donde ahora me encuentro no resultó corto ni fácil. Empecé por recibir salario mínimo: parece poco y, sin embargo, es mucho cuando no traemos ni un peso en la bolsa. La posibilidad de obtener ganancias adicionales y, con el tiempo, una plaza segura y prestaciones, me estimuló para ir en busca de mi objetivo: reportarle ganancias al banco. Esa debe ser, a partir de hoy, su meta. ¿Comprenden?"

Los eventuales no responden. En medio del silencio se oye la tos asmática del hombre con facciones aquilinas. El licenciado disfraza su impaciencia: "Gildardo, si necesita salir..." El aludido se palpa los bolsillos: "Olvidé mi inhalador, pero estoy bien". Rodríguez se levanta: "Magnífico, así podrá hablar con nuestro nuevo equipo de colaboradores".

Cercado por la curiosidad de los eventuales, Gildardo espera a que su jefe, como lo hace siempre en esas circunstancias, camine entre las sillas que ocupan los "náufragos" mientras sigue hablándoles: "Si alguno de ustedes piensa que puede conseguir sus fines sin ayuda, está muy equivocado. Todos necesitamos de alguien que nos oriente y nos fortalezca cuando desmayamos". Con un gesto teatral se vuelve hacia Gildardo y lo señala: "Allí está el hombre al que ustedes podrán recurrir. Conozco bien al señor Mares y sé que está dispuesto a transmitirles su experiencia".

Gildardo inclina la cabeza para agradecer un aplauso inesperado y tibio cuando un nuevo acceso de tos lo sacude. Con el rostro encendido y húmedo murmura: "Lo siento..." Rodríguez adopta un tono paternal: "Yo también, por usted. Sé cuánto le disgustan esos malestares pasajeros y más en sesiones como ésta. En fin, ya que por el momento no puede tomar la palabra, continuaré".

Se apoya en el hombro de Gildardo y mira al frente: "Quiero que sepan que a partir de este momento existe una interdependencia entre el señor Mares y ustedes. Digamos que son 12 apóstoles que van a defender una misma causa. Sus oídos deben estar abiertos a las indicaciones de Gildardo cuando él les diga cómo deben reorientar y fortalecer sus tácticas. Que le resulten provechosas al banco es tan importante para Gildardo como para ustedes. Mañana a las nueve, cuando se reúnan con él, todo esto les quedará más claro. Y no olviden repetirse: En este mundo lo único importante es la sobrevivencia de mi familia. Lo demás no cuenta, no existe. Pueden retirarse".

II

Cada vez que el micro circula por una zona iluminada los reflejos bañan a los pasajeros. Algunos dormitan apoyados contra las ventanillas. A Gildardo le gustaría abandonarse también, pero no puede. La idea de que mañana tendrá que adiestrar a los 11 eventuales lo sofoca. Le sobreviene otro acceso de tos y piensa que cada vez son más frecuentes. En el hospital le dijeron que es una reacción sicosomática frente a situaciones que lo alteran y sería bueno evitar.

Cada vez que escucha el consejo se asusta sólo de imaginar lo que pasaría con Anabel, su hija de siete años, si a él le faltaran los 4 mil pesos que paga mensualmente en el Centro de Atención para Menores Autistas, y los 800 que le cuesta el transporte de la niña. Julia no podría cubrir esos gastos con lo que gana en el salón de belleza. Lo conmueve el recuerdo de su mujer, espera encontrarla desocupada para contarle del discurso que les lanzó Rodríguez a los 11 "náufragos".

"¡Chale, ya me pasé! ¡Bajan!", exclama un muchacho que se abre paso rumbo a la puerta. Gildardo reacciona. Mira por la ventanilla el estacionamiento del megacentro y decide bajarse para comprar su inhalador en la farmacia.

III

El aire frío le irrita la garganta. Su madre ha insistido en que viaje a la playa. Caminar por la arena tibia le calentará los pulmones. Gildardo no la contradice ni le explica que su enfermedad no es cuestión de temperatura, sino de respirar un aire mezquino y violento.

Piensa otra vez en los eventuales. "¿Cuál de esos cabroncitos me hará fallar?" Le inspiran una mezcla de impaciencia y lástima. La saliva se le espesa en la boca y escupe. "¡Qué educación!", murmura una anciana que pasa empujando un carrito de helados. Gildardo lleva años sin probar uno solo. El médico se lo tiene prohibido: "Nada muy frío, a menos que pretenda suicidarse".

Una vez pensó en quitarse la vida. Lo detuvo el recuerdo de Anabel. Le sorprende cómo esa niña, desde el vacío y el silencio del autismo, lo fortalece cuando se acobarda ante las súplicas de un cliente moroso, cuando le falta energía para enseñarles a los subordinados sus tácticas intimidatorias.

Gildardo encuentra cerrada la farmacia. Buscar otra es buen pretexto para seguir caminando. Consulta su reloj: le sorprende que sean las nueve de la noche. Dentro de 12 horas estará frente a los eventuales. Los imagina en sus casas, forjándose ilusiones acerca de lo que harán con su primer sueldo y con sus bonos. Sueñan despiertos y luego dormirán como no volverán a descansar a partir de que aprendan a no ceder, a no aceptar promesas, a no dolerse de las lágrimas, a no desistir de su objetivo: recuperar con creces el dinero del banco.

Siente una extraña curiosidad por saber el número de cuentas que ha manejado. No logra precisarlo. Es suficiente con recordar que sólo fracasó con el expediente de Daniel Pérez Campuzano. Una mañana lo llamó. Lo sorprendió escuchar una voz femenina: "Don Daniel ya no está". Gildardo se sintió burlado y le pidió a la mujer que le transmitiera a su cliente un breve mensaje: "Dígale que no sirve de nada que se esconda. Estoy harto de sus pretextos y hoy mismo turno su caso al jurídico. No me importa si eso significa que él pierda su casa, sus muebles o lo que sea. ¿Me oyó?" "Sí, pero no podré darle su mensaje: don Daniel murió de un infarto el viernes".

Gildardo sabe que él lo llamó ese día, que casi no lo dejó hablar ni se dolió de sus lamentaciones. Durante ocho minutos lanzó una amenaza tras otra. Mientras tanto pensaba en Anabel, en su escuela, en la eterna esperanza de que la niña le sonría...

 
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