El aborto y la Iglesia católica en América Latina
Los argumentos que esgrime la Iglesia para negar el derecho al aborto responden a los mandamientos de Dios. La vida es un don otorgado por su naturaleza todopoderosa. Sea en las condiciones que sean los mortales no pueden contravenir su voluntad. Podemos vivir en pecado: mentir, asesinar, desear a la mujer del prójimo y hasta violar con tal de expiar las culpas. Para evitar los excesos la Iglesia crea entidades como la Inquisición. Así, redimió a herejes como Galileo y quemó a otros como Giordano Bruno. Pero también es pragmática y para dominar el mundo impone a sus fieles la práctica de la confesión. De esta manera abre la puerta a una técnica de control sobre las vidas, adentrándose en los secretos, miedos y angustias de las gentes, tanto como en sus ruindades sexuales y morales, y no menos importante, el valor de sus dotes.
Así, la institución eclesiástica amasa su actual fortuna gracias a los testamentos para salvar el alma impura. Sin embargo, cuando se trata del aborto, las contemplaciones se acaban. Si cualquier otro pecado es consentido, en este caso la decisión personal y autónoma de la mujer se contrapone con imágenes de un asesinato, cuya imagen se asocia a la de una sociedad que camina inevitablemente a su propia destrucción, sin un horizonte moral que ilumine su camino. Sodoma y Gomorra emergen bajo formulas novedosas.
El aborto incuba un materialismo de nuevo cuño: el casamiento homosexual, parejas de gays y lesbianas, y la virginidad deja de ser un argumento para una juventud pervertida por las mieles del sexo fácil. La Iglesia no puede imponer su doctrina. Tiene que recurrir a nuevos métodos de comunicación. Ahora no basta con el viejo argumento: hijos, los que nos dé el Señor y dentro del matrimonio. Si son siete o 10, ellos serán criados unas veces con holgura y otras con escasez, pero siempre con la fe de Cristo. El vientre materno incuba la simiente que Dios entregó para extender su verdad en el planeta. Otro conocimiento es superfluo. Si caímos en el pecado, y la mujer fue su inductora, lo hizo por darnos a comer del fruto prohibido del conocimiento. Pero esta razón ya no es suficiente, resulta poco convincente, por lo menos, a la mayoría de los mortales. Ahora la crítica a los pro-aborto se acompaña, desde fines del siglo XX, con argumentos seudo-científicos. Siempre que interesa, se utiliza a preminentes biólogos, neurólogos, curas, monjas, seglares o católicos reaccionarios que apoyan las tesis provenientes del papado de Roma. Ahora se verifica que la vida inicia en el instante mismo de la fecundación. Es decir, cuando el espermatozoide y el óvulo se encuentran.
Todo un avance para los incrédulos, cuando dicho principio ha causado miles de excomuniones. ¿En qué quedamos, teoría creacionista, arca de Noé, o teoría de la evolución de las especies y Darwin? Así, no hay quien se aclare.
Si el aborto es un pecado a los ojos de la ley de Dios, deben sufrir castigo divino quienes profesen su fe, pero en ningún caso la Iglesia debe sobrepasar la línea que separa su moral y generalizarla al conjunto de la sociedad y la constitución civil, no pueden imponerla. La Iglesia católica en América Latina ha sido permisiva, y lo sigue siendo, en el aborto cuando se trata de sus religiosas. Aquí nadie queda libre y afecta por igual a toda la estructura jerárquica: sacerdotes, obispos o cardenales, e incorpora a miembros de las órdenes dominicas, franciscanas, jesuitas, trapenses, Opus Dei, etcétera. En definitiva, el aborto dentro de la Iglesia existe porque el sexo también se practica.
Sin embargo, esta vara de medir -la crítica a la ley del aborto- no ha tenido el mismo baremo cuando se trata de otros pecados. Durante las tiranías la Iglesia, en tanto institución, avaló y facilitó la presencia de sacerdotes militares, capellanes en las sesiones de tortura, y se apoyaron en ellos para lograr confesiones que delataran a militantes. Tampoco tuvieron reparos en apoyar a las juntas militares ni en avalar la violación de mujeres, el robo de bebés y los bautizaron como hijos legítimos de asesinos y torturadores. Misma Iglesia católica, que desde Roma evitó la condena de los asesinos -hasta convertirse en cómplice de crímenes de lesa humanidad-, cuando los muertos eran sacerdotes díscolos como Guido Mengual o Antonio Llido en Chile; monseñor Arnulfo Romero, Ellacuría, Montes o Ignacio Martín Baró en El Salvador. Así, sus autores materiales e intelectuales, católicos practicantes, fueron absueltos, no sufrieron el castigo de la excomunión ni reprimenda. A sabiendas de quienes eran siguieron en sus puestos y practicando misa. El Vaticano consintió dicha práctica y el silencio gritó a voces su conformidad. Cuán distinta la actitud con Ernesto Cardenal en Nicaragua, o con teólogos de la liberación como Gustavo Gutiérrez en Perú o Leonardo Boff o Frei Betto en Brasil. En estos casos los sacerdotes han sido vilipendiados y públicamente desacreditados, obligándolos a guardar silencio.
Si fuese el siglo XVIII, seguramente Ratzinger, hoy Benedicto XVI, les hubiese llevado a la hoguera por herejes. La diferencia pone en evidencia la hipocresía de la Iglesia católica, su moral retorcida. En el caso del aborto, no le interesa la salud de la mujer. La Iglesia sólo busca mantener su poder, por ello le resulta fácil condenar el aborto en abstracto y besar la mano a tantos presidentes constitucionales y católicos practicantes como lo han sido Fox en México, Menem en Argentina, Sanguinetti en Uruguay, o lo son Uribe en Colombia y hoy Calderón. O antiguos tiranos como Pinochet en Chile, Videla y Galtieri en Argentina, Stroessner en Paraguay o Banzer en Bolivia.
El aborto sólo se puede entender si comprendemos la violencia de género: violación, pederastia, el embarazo no deseado, la posibilidad de muerte para la madre, las dificultades de existencia del feto, todo lo que suponga una pérdida de la condición humana y la dignidad de la persona. Pero dicho planteamiento no está dentro de la Iglesia católica, la misericordia dejó de ser parte de los postulados de la Iglesia hace ya mucho tiempo.
Las causas para interrumpir el embarazo son múltiples, pero sin dudarlo, las mujeres que adoptan la decisión lo hacen fruto de una maduración traumática. Sin embargo, la Iglesia quiere someter a juicio divino una decisión del orden político. Así, interfiere en el marco legal y administrativo introduciendo juicios inmorales y poco éticos al derecho positivo. La separación entre Iglesia y Estado tiene una larga data, perder su control sobre las vidas terrenales es su lucha, por eso utiliza cualquier medio, aunque este sea espurio. Dios les pille confesados.