Editorial
PAN-Presidencia: guerra abierta
El conflicto inocultable que tuvo lugar en la campaña electoral del año pasado entre el candidato Felipe Calderón y el presidente de su partido, Manuel Espino, lejos de menguar con el arribo del primero al gobierno, se ha recrudecido en los primeros cuatro meses de esta administración y ha dejado al descubierto las cada vez más agudas confrontaciones del grupo en el poder y su carencia de normas republicanas para establecer los límites entre organización partidaria y dependencias oficiales.
En su momento, Vicente Fox resolvió el problema de una manera pragmática y antidemocrática: dueño de un apreciable capital político como "el primer mandatario de la sucesión", tomó prestadas del viejo priísmo las prácticas ordinarias del presidencialismo avasallador e impuso al propio Espino como máximo dirigente de Acción Nacional. Su sucesor, carente del margen de maniobra de que gozó y abusó el guanajuatense, no puede hacer otro tanto, y cada intento suyo por imponer su control en las filas del blanquiazul genera resultados contraproducentes: mayor recelo y mayor estridencia por parte del grupo ultraderechista que domina la cúpula panista. Por su parte, el grupo de Espino -del que forma parte evidente el matrimonio Fox- no para mientes en ahondar, cada vez que lo considera adecuado a sus intereses, la debilidad y el aislamiento de un gobierno emanado de sus propias filas. Y ambos, a su manera, agravan la fractura entre calderonistas y espinistas que recorre ya todos los ámbitos del instituto político.
Ciertamente, el descarrilamiento de la relación entre el Ejecutivo Federal y el partido del presidente tiene como contexto y como antecedente el colapso de las presidencias priístas, la dramática ruptura que tuvo lugar en el sexenio antepasado entre Ernesto Zedillo y el tricolor, la incapacidad y falta de voluntad del foxismo para convertir la mera sucesión en una verdadera transición, así como las inercias institucionales heredadas de una realidad política extinta, hoy inoperantes.
Pero la crisis actual se explica, además, por la conformación de una vasta alianza de intereses, que no se aglutinó en torno a la candidatura de Calderón por convicción ni en función de promover un proyecto de nación, sino por cálculos utilitarios, afanes de preservar cotos de poder, intolerancias ideológicas y designios de exclusión. El propósito principal de tal alianza, hay que recordarlo, no era impulsar al aspirante michoacano a la Presidencia, sino impedir que llegara a ella el candidato de la coalición Por el Bien de Todos y garantizar el continuismo en la política económica y en las gastadas prácticas institucionales. Tal fue la sustancia, en las postrimerías del sexenio pasado, del pacto entre el Presidente en funciones y el abanderado de su partido para sucederlo en el cargo. Como resultado, Calderón, ya situado en Los Pinos, cuenta con el respaldo de labios hacia fuera por parte de sus antiguos aliados, pero en los hechos enfrenta el cobro de facturas que son, en muchos casos, incompatibles entre sí y mutuamente excluyentes.
La disputa entre el actual titular del Ejecutivo Federal y la dirigencia de su partido es ilustrativa de las grietas que exhibe el grupo en el poder y ejemplifica las dificultades presidenciales de la hora presente: con el estrecho margen de credibilidad y legitimidad que le imprimieron a este gobierno los vicios en el proceso electoral del año pasado, le sería de vital importancia un amplio y decidido respaldo de su instituto político, pero cualquier intento por disciplinar al panismo a la manera de los sexenios priístas redunda en una reducción de su respaldo. Por lo demás, Calderón no puede darse el lujo de prescindir de Acción Nacional para gobernar, ni está en condiciones de operar las transformaciones políticas incumplidas por el foxismo porque la alianza que lo llevó al poder lo hizo, precisamente, para cerrar el paso a los cambios.