Guadalajara 2007: la apuesta autoral
Ampliar la imagen Fotograma de la cinta Párpados azules del director Ernesto Contreras
La 22 edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara se transformó, para sorpresa de muchos, en un intenso foro de discusión sobre la situación del cine mexicano actual. El debate era ineludible en un momento en que la industria nacional de cine atraviesa por una crisis profunda, a pesar de los inevitables optimistas a sueldo que decretan amaneceres radiantes, masificación local, internacionalización luminosa, y un repunte, sólo para ellos perceptible, de la calidad en el grueso de las producciones. La realidad es bien distinta: un boom mediático muy artificial, basado en una fuga de talentos súbitamente repatriados a golpes de chovinismo triunfalista, y a quienes se denomina pintorescamente como "los tres mosqueteros" de un cine hecho en y para Hollywood; la abrumadora invasión de productos estadunidenses en nuestras pantallas, fenómeno que condena a desaparecer a muchas cintas locales a las dos semanas de exhibición; los incentivos que llegan con lentitud y a destiempo con un artículo 226 de estímulos fiscales, cuya aplicación será estéril o insuficiente si no se acompaña de una voluntad política de apoyo integral a nuestro cine; el predominio e impunidad de una ley que favorece con desmesura al duopolio televisivo en detrimento de toda expresión audiovisual independiente; la pésima distribución del cine mexicano; el persistente desdén de las cadenas televisivas para contribuir a su promoción; el reparto injusto de los ingresos en taquilla, que penaliza a productores y directores beneficiando ostensiblemente a distribuidoras y exhibidores, y un largo etcétera, que funciona como inhibición continua para el repunte verdadero de un talento independiente. De todo esto se habló en el festival de cine de Guadalajara, y la situación prevaleciente quedó ampliamente ilustrada con la calidad muy desigual de las cintas mexicanas en competencia.
Es justo reconocer que en los últimos años los jurados han sabido reconocer y estimular, salvo contadas excepciones, a ese cine comúnmente desdeñado por quienes controlan el mercado fílmico local: los burócratas del buen sentido y del cálculo comercial justo, con sus estadísticas implacables y su frialdad cerebral en power point. Sin tener la tarea muy difícil este año, los jurados reconocieron la alternativa de un cine de autor en el trabajo del joven veracruzano Ernesto Contreras, con Párpados azules (mejor película, sección de cine iberoamericano), con guión de su hermano Carlos, y las actuaciones de Cecilia Suárez y Enrique Arreola; luego en el estupendo juego humorístico-dramático de Malos hábitos (mejor película, sección de cine mexicano), de Simón Bross, con guión propio y de Ernesto Anaya; y en la incursión en el mundo de la delincuencia juvenil y de la mafia que controla el desmantelamiento de vehículos en Partes usadas, de Aarón Fernández, director y guionista. Otro premio certero, en la sección de documental mexicano, fue para el trabajo más reciente de Everardo González, Los viejos rateros. Las leyendas del Artegio, formidable crónica de carteristas y asalta casas, ya casi legendarios, de las últimas décadas en la ciudad de México, presos todavía algunos, rememorando todos frente a la cámara sus hazañas, reivindicando también la limpieza y profesionalismo de su oficio frente a la turbiedad siempre impune de la corrupción en las esferas políticas y judiciales más elevadas.
Párpados azules, la cinta favorita del festival, es muestra evidente de un cine a contracorriente del gusto dominante. Una propuesta personal -punto de vista sólido, visión de autor- en medio de la frivolidad de aventuras genéricas intrascendentes o de comedias insulsas que prolongan en pantalla grande la tontería sin fin de la oferta comercial en la pantalla chica. La apuesta autoral de Ernesto Contreras no es nueva. Sus cortometrajes han recibido reconocimientos en Guadalajara, y uno de ellos, Los no invitados, el Ariel al mejor corto en 2003. Su primer largometraje relata en tono cálido e intimista la relación amorosa de dos seres de bajísimo perfil en la vida, los no invitados al banquete del éxito, los opuestos en todo a los cánones de belleza y lozanía que distribuye a raudales la publicidad globalizada. El oficinista encargado de una fotocopiadora, Víctor Mina (un camaleónico Enrique Arreola, de sólida trayectoria teatral, repartidor de pizzas en Temporada de patos), y Marina Farfán (Cecilia Suárez, irreconocible en su soberbia caracterización de jovencita tímida y poco agraciada), viven con intensidad esta historia de desencuentros e ilusiones frustradas. Los dos personajes resisten a la vulgaridad moral que les circunda, se elevan por encima de la fatalidad en ese momento de gracia de su relación transitoria, y conservan después cada uno la inocencia de sus primeras sensaciones. El tema que parecería provenir de una vieja literatura o de un cine ya olvidado, aparece, en estos tiempos de ramplonería neoliberal, como una inusitada revelación de frescura.