Eje Central
La feria del empleo
En cuanto abrí la puerta de la casa escuché el feroz taconeo de Pamela. Adiviné que mi cuñada estaba decidida a remprender su lucha. Ese rumor me alegró, porque también era indicio de que Pamela se había despojado de sus chanclas de felpa y de todo lo que significan: temor, sumisión al fracaso y el deseo de no molestarnos ni siquiera con el eco de sus pisadas.
Si Pamela supiera hasta qué grado su excesivo comedimiento nos llena de culpa a mi madre y a mí, estoy segura de que jamás volvería a ponerse las chanclas. Por economizar las remienda ella misma, y mientras lo hace suspira y se estremece como un niño después de haber llorado. Escucharla y verla en esa actitud me irrita y me provoca deseos de golpearla. Por fortuna he logrado controlarme, lo malo es que no sé hasta cuándo podré seguir haciéndolo.
Pamela vive con nosotros desde 1999, año en que mi hermano Eduardo murió en un accidente carretero. Mi madre insistió en que mi cuñada se mudara a nuestra casa. Pensó que juntas podrían sobrellevar el dolor de la pérdida y apoyarse una en otra para seguir adelante. Pamela aceptó el ofrecimiento, pero dijo que permanecería con nosotras sólo mientras lograba acostumbrarse a la viudez y encontrar empleo.
II
Ya en nuestra casa, Pamela se enfundó en lo que llamo su "uniforme de viuda": bata capitonada color salmón y chanclas grises. Al cabo de verla una semana con ese atuendo no pude menos que preguntarle por qué no se vestía como todo el mundo. Con la mirada baja expresó sus razones: "No quiero que se desgaste la poca ropa que tengo. Piensa que voy a necesitarla cuando vuelva a trabajar. No uso zapatos porque, como los pisos son de duela, no deseo molestarlas con mi taconeo".
Su respuesta me conmovió, pero al cabo de ocho años, cada vez que la oigo, la interpreto como una agresión reprimida y sorda. Comprendo que Pamela esté harta de vivir con nosotras porque experimentamos el mismo sentimiento a la inversa. No se debe a falta de cariño ni mucho menos. Mi madre y yo estimamos realmente a Pamela y le estaremos siempre agradecidas porque logró apartar a mi hermano del alcoholismo. Pero la gratitud sola no facilita la convivencia. Quiero recuperar mi cuarto y volver a la casa sin que mi madre me arrastre a algún rincón para quejarse de Pamela.
III
Después de cinco meses de vivir con nosotras, un domingo Pamela nos dio la noticia de que al día siguiente iba a solicitar trabajo en su antigua oficina: un despacho de abogados donde estuvo tres años como recepcionista. Obligada por las exigencias de mi hermano -"si me casé es porque quiero tener una mujercita en la casa"- renunció a su puesto. Sus jefes intentaron retenerla diseñándole horarios especiales, pero ella prefirió someterse al mandato de Eduardo.
El lunes Pamela se levantó más temprano que de costumbre: quería arreglarse sin interferir con mi rutina. Cuando apareció en el comedor nos sorprendió verla por primera vez maquillada, con un traje-sastre azul porcelana, blusa blanca y zapatillas. Antes de salir le pidió a mi madre la bendición y le advirtió que tal vez no regresaría a comer: tan segura estaba de que sus antiguos jefes la reincorpora-rían de inmediato a su cargo.
Ansiosa por tener noticias de Pamela, a media mañana le hablé por teléfono a mi madre. Me dijo que mi cuñada aún no se había reportado. Ese silencio alimentó mi optimismo: "Buena señal: de seguro ha estado ocupadísima enterándose de los cambios en la oficina y adaptándose. Piensa que lleva mucho tiempo sin trabajar allí y por más que conozca el sistema, el despacho no será el mismo de antes".
A las siete de la noche, cuando volví a la casa encontré a mi madre tejiendo. Mala señal: siempre que algo le preocupa se aferra al ganchillo. "¿Cómo le fue a Pamela?" Su respuesta aumentó mi preocupación: "Quién sabe. Llegó hace rato y se metió en su cuarto sin decirme ni media palabra. La he llamado varias veces pero no me contesta. ¿Por qué no lo intentas?"
La habitación estaba en penumbra. Aun así pude ver a Pamela sentada al borde de la cama y envuelta en su bata color salmón. Ese detalle, sumado a lo que me había dicho mi madre, era la evidencia definitiva del fracaso; sin embargo, confiaba en que mi cuñada desmentiría mis temores: "¿Cómo te recibieron tus jefes?" Pamela intentó sonreír: "Bien, muy bien. Les dio gusto verme". Escuché su resuello y para sofocarlo seguí interrogándola en tono más alto: "Entonces ¿por qué estás así?"
Mi cuñada se levantó para encender la luz. Sus pasos asordinados por las chanclas de felpa me anunciaron un futuro estremecedor: "Contéstame: ¿qué pasó? La voz de mi cuñada sonó hueca: "El tiempo... Todo es tan diferente a como lo dejé. En el despacho no hay archiveros ni máquinas de escribir, sólo computadoras y no sé manejarlas".
Si algo me resulta intolerable es la autocompasión: "Pues aprendes ¡y ya! Si te lo propones lo harás muy rápido. Me imagino que se lo aclaraste a tus jefes". Pamela volvió a sentarse en la cama: "No me atreví. Me cohibió ver a la muchacha que ocupa mi puesto: Yadira es sobrina del licenciado Ricalde y tan joven que podría ser mi hija".
Entendí el desánimo de mi cuñada pero simulé no darle importancia: "¡Tonta! ¿No te das cuenta de que tienes algo de lo que ella carece? ¡Experiencia! Es tu capital, debe ser tu carta de triunfo cuando busques otro empleo. El mundo no se reduce a un despachito de abogados, hay miles de lugares en donde necesitan mujeres como tú. Anímate y por lo pronto, ¿qué te parece si ordenamos unas pizzas? Al mediodía, por estar esperando tu llamada, no salí a comer y ¡qué bueno! Al menos por hoy no subí de peso".
Mi broma tonta reanimó a Pamela: "Tienes razón, y te juro que no voy a darme por vencida". Pensé que el entusiasmo le duraría lo suficiente para emprender la búsqueda de otro trabajo lo antes posible. Me equivoqué. Lo supe a la mañana siguiente: cuando salí de mi cuarto encontré a Pamela, con su bata color salmón y sus chanclas de felpa, recogiendo las cajas con restos de pizza que habíamos dejado sobre la mesa la noche anterior.
IV
Afectada por lo que le había sucedido con sus antiguos jefes, Pamela se negó a consultar el periódico en busca de empleo y volvió a ser la de antes. Se encerró en la casa, se aisló en su uniforme de viuda y se consagró con más ahínco a las tareas domésticas. Había perdido la esperanza de rescatarla de un círculo tan asfixiante hasta que, pegado en una caseta telefónica inservible, encontré el anuncio de la X Feria del Empleo: "Cientos de oportunidades y una puerta hacia el futuro".
Arranqué el volante para mostrárselo a Pamela: "La feria es dentro de tres semanas. Hay tiempo para que aprendas nociones de computación. En mi oficina trabaja un señor que sabe mucho de eso y es buenísima gente: si le pido que te dé clases por las tardes estoy segura de que no se negará".
A mi cuñada no le parecía tan fácil la solución: "En tres semanas no aprenderé mucho... "Mi madre venció su apatía aplicando su infalible sentido común: "Algo siempre es más que nada". Pamela acabó por admitir nuestras sugerencias y pronto volvimos a escuchar su vigoroso taconeo.
Con nociones de computación y vestida con su traje sastre azul porcelana, Pamela se presentó en la X Feria del Empleo. Regresó a las seis de la tarde sudorosa, cargada de folletos y sin perspectivas: en una fábrica de alimento para animales la rechazaron de entrada porque la política de la empresa prohibía contratar personas mayores de treinta años. El representante de un laboratorio quedó satisfecho con sus conocimientos secretariales pero lamentó que Pamela no cubriera dos requisitos indispensables: dominar el inglés y la computación y tener nociones de alemán.
Pamela se acercó también al módulo de una empresa dedicada al turismo ecológico pero le bastó con leer la primera pregunta del cuestionario -"¿Ha buceado usted alguna vez?"- para darse cuenta de que allí no tenía la mínima oportunidad. Hizo un último intento con una compañía de seguridad privada. Respondió al interrogatorio de su entrevistador de manera satisfactoria: "No tengo antecedentes penales. Jamás he probado las drogas. Soy viuda, no tengo hijos y no pienso ser madre soltera. Me gusta ser útil. Sé lo que significa ponerse la camiseta. Tengo la estatura mínima que ustedes exigen: 1.55 m". En la última pregunta falló: "Acabo de cumplir 40 años y peso más de 60 kilos".
Desde entonces mi cuñada se ha presentado en por lo menos 26 ferias del empleo. A todas asiste de tacón alto y con su traje sastre azul porcelana. Le queda cada vez más ajustado pero aun así la favorece, o será que en cuanto se lo pone se llena de esperanzas. Le duran poco. Mientras aguarda que renazcan en la siguiente feria del empleo, Pamela vuelve a sepultarse en su uniforme de viuda, sigue engordando y envejece.