Gobernante excepcional
Parecería un sueño pensar que un gobernante pueda transformar una urbe cosmopolita en sólo cinco años; por increíble que parezca, fue una hazaña que logró don Juan Vicente Güemes y Padilla, segundo conde de Revillagigedo, durante su desempeño como virrey, de 1789 a 1794. La ciudad de México de esos años era insegura y sucia, los servicios públicos eran escasos y malos y existía una gran corrupción dentro y fuera del gobierno.
La Plaza Mayor estaba cubierta de pocilgas y el propio Palacio Real alojaba en su interior figones de comida barata; por la noche en los patios se guardaban animales que se vendían en la plaza, entre otros vacas y puercos que en el día se alimentaban de la basura que se tiraba por doquier y los vendedores ambulantes los usaban de bodegas. Al carecer de drenaje, las aguas sucias se arrojaban a las calles, que también eran usadas por los habitantes que las consideraban de su propiedad; muchos artesanos desarrollaban ahí su labor: zapateros, sastres, carpinteros, sombrereros, ocupaban buena parte de la vía, las mujeres colgaban mecates de un lado a otro para secar la ropa y las que vendían comida, ahí mismo la guisaban y servían, todo ello entre aguas pútridas en temporada de lluvias y polvos pestilentes en las secas.
Hasta que llegó el buen conde Revillagigedo quien de inmediato, con gran firmeza, se abocó a resolver los problemas, comenzando por despejar la Plaza Mayor, el Palacio Real y las calles, de vendedores, pocilgas, vagos y animales; paralelamente amplió y reorganizó las plazas y mercados y construyó nuevos. Mandó hacer atarjeas para sustituir los caños al aire libre, organizó el servicio de recolección de desechos de las casas y de la basura e hizo cumplir los reglamentos municipales, para que se barrieran y lavaran las calles.
En materia de seguridad, estableció el servicio de los serenos que cuidaban los faroles por la noche y brindaban ayuda a los vecinos. También estableció cuerpos de guardias llamados vivaques, que auxiliaban a los serenos. En el día la ciudad era vigilada por patrullas de infantería y un grupo especializado conocido como dragones. Todo ello mejoró de manera notable la tranquilidad citadina.
Aunque algunos cronistas de la época sostienen que también ayudó el severo ajusticiamiento, recién llegado el virrey, de los asesinos del señor Joaquín Dongo. El respetable ciudadano amaneció asesinado de la manera más violenta, junto con su familia y servidumbre, que en total sumaban 11 personas, en la casa que habitaban en la calle de Donceles, que en esa época se llamó Cordobanes. El móvil según se supo después era robarle 22 mil pesos, suma muy elevada en esos tiempos. Tras dificultosas averiguaciones, se logró atrapar a los asesinos quienes fueron declarados culpables y sentenciados a muerte
Para que el castigo fuera ejemplar, los reos fueron montados en mulas enlutadas y con un pregonero que iba gritando sus delitos por las calles, fueron llevados de la prisión a la Plaza Mayor, en donde a la vista del público, el verdugo quebró los machetes que habían utilizado para cometer el crimen y a continuación dio garrote a los asesinos. Después destrozó los cuerpos y les cortó las manos, colgando unas en la fachada de la casa en donde se cometió el crimen y las otras en donde se halló el botín, que fue entregado a la archicofradia heredera.
Para concluir con algo más agradable diremos que, tras despejar la Plaza Mayor de puestos, vagos y vendedores, el virrey la mandó nivelar y adoquinar, propiciando el hallazgo de dos piezas extraordinarias: la Coatlicue y la Piedra de los Sacrificios, también conocida como Calendario Azteca, esta última por muchos años adornó un costado de la Catedral. La Coatlicue se colocó en el patio de la universidad, que ocupaba el predio en donde ahora se encuentra la gran "mole" de la Suprema Corte de Justicia. Después de un tiempo la enterraron ahí mismo, al percatarse que iban indígenas a venerarla; hoy la podemos admirar en el Museo de Antropología.
Merecidamente, una calle del Centro Histórico lleva el nombre del ilustre Revillagigedo y precisamente en el número 24, cerca de la Alameda, se encuentra el restaurante Lincoln, de añeja tradición, pues conserva los platillos que le han dado fama desde hace 70 años: los camarones con callo de hacha a la marinera, el chilpachole de jaiba y varios manjares del corazón del filete, como la carne asada de la casa, acompañada de un par de enchiladas verde y roja, rajas y frijolitos de la olla, o su afamada lengua en pipián verde o en la salsa "cahuache", bien picosita. De postre, arroz con leche o natillas, hechos ahí mismo o los pasteles de la Vasca. Lo atiende al estilo de antes, el amable capitán Catalino Lozano Luengas; es un sitio de la nostalgia, que hay que visitar