Usted está aquí: jueves 29 de marzo de 2007 Opinión Los inicios de David Olguín

Olga Harmony

Los inicios de David Olguín

Los dos primeros textos de David Olguín han despertado interés en dos teatristas diferentes casi simultáneamente. En principio, la idea de ver una versión suiza de Bajo tierra, con todas las implicaciones de una mirada de ese lejano país hacia el dramaturgo ya traducido a varios idiomas, me parecía muy sugerente, dado que fue la primera obra de Olguín que vi en su estreno de 1992 y que despertó mi entusiasmo por un talento joven que, con los años, se ha ido afincando de manera espléndida. Pero del país de los relojes y las cuentas bancarias no hubo nada, excepto una coproducción de Dessiets von Jenseits de Basilea con el Festival de México en el Centro Histórico, ya que la escenificación es casi totalmente mexicana, a no ser por la adaptadora y directora alemana -responsable aquí de la escenografía y el vestuario- Cordelia Dvorak, conocida entre nosotros como vestuarista y por el fallido, a mi entender, homenaje que hiciera a Pessoa. Se trata, entonces, de la innecesaria adaptación de un texto que conserva su vigencia.

A pesar de las citas de Octavio Paz, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Rosario Castellanos, Jaime Sabines y Juan Tovar, esta versión carece de la elegancia culterana que, desde entonces, ha marcado la obra de David (y que, a reserva de que sea escenificada nuevamente de buena manera, se puede consultar en la edición de la UNAM en su serie La carpa, 1992). No se entiende que Homero ya no sea un cantor ciego, sino un enano y menos se entiende que se conserve el parlamento de ''seré tu lazarillo" dicho a quien puede ver. Asimismo, la sustitución de la parte política, que es metáfora de lo que ocurría y sigue ocurriendo en nuestro país, en la que el eliminado Cátulo Prieto representa a ese tipo de intelectual orgánico que conocemos tan bien, obsecuente con el poder sea quien sea quien lo detente, por una visión supuestamente contemporánea con el grotesco juego de la silla y quienes la desean para sí, es tan poco válida como ese Posada que se entrega por amor a la muerte y no, en un gesto de dignidad -tras todas las trapacerías que ha cometido- por no representar a Victoriano Huerta. La música popular del siglo XX no logra dar actualidad a este mambo bailado en coreografía de Emma Trujillo por los muy buenos actores Carlos Cobos, Arnoldo Picazzo, Adriana Ríos y José Marcelino Flores.

La representación, la primera obra de Olguín, nunca ha sido dirigida por él mismo, como ocurre con sus otros textos y yo la conocía sólo por la edición que de ella hizo El Milagro. Se estrenó en 1984 bajo la dirección de Rodrigo Johnson y es ahora que la reestrena con muy buen tino otro joven e incipiente director, Gerardo Samaniego. El tema va más allá de la publicidad que se le ha hecho, del ataque a las mujeres, aunque se trata de eso también, pero en un juego de apariencias y de teatro dentro del teatro. Las confusiones acerca de la actriz Ana, de esa otra Ana que es la esposa de Ricardo Freire -a la que nunca vemos- y de la doméstica sordomuda dan pie a todo tipo de elucubraciones dentro del cruel juego del gato y el ratón en que se complace el protagonista con las mujeres a sus órdenes. La violencia física y la violencia sicológica se imbrincan hasta el sórdido final.

En una muy simple pero eficaz escenografía de Philippe Amand, una de cuyas paredes deja ver un bajo por donde se asoma la muda en su eterna tarea de limpieza, el joven director va sacando a la luz todas las intenciones de los personajes, sin intentar una adaptación, dado que el único cambio es la repetición de un diálogo entre Freire y Ana en tres tonos diferentes, con lo que refuerza esa idea de la representación teatral. También las llamadas y la indicación final de ''oscuro" dadas por el actor (Juan Carlos Vives, excelente en todos los matices) que representa a Ricardo Freire nos remiten al teatro y al extraño y desquiciado pasatiempo del dramaturgo frustrado. La sirvienta muda, muy bien interpretada por Natalia Traven, aquí aparece con una gran pasión por el amo que la repudia por no parecerse a la esposa, quizás enferma, quizás ya ausente, tras un abandono al marido que se venga de ella a través de otras a las que viste igual que ella. La actriz contrata, encarnada por Anilú Pardo, transita de la sumisión a la arrogancia hasta su final y es el personaje más identificable de todos, como quiso el autor, como quiere el director en su muy feliz debut. La escenificación se complementa con el vestuario de Lissete Barrios y la música original de Ommar Luengo.

 
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