Tu voz se adentró en mi ser...
En menos de una semana han ocurrido dos hechos que tambalean las bases de una existencia. Sorpresivos, insidiosos, me cayeron perturbando ese oasis necesario al equilibrio de las personas más volubles o violentas. Uno solo de esos hechos habría bastado para turbar incluso una estabilidad poco precaria. Se trata de dos fenómenos que han sucedido sin escándalo, a solas.
En efecto, si se hubiese tratado de un acontecimiento como la caída del Muro de Berlín, habría podido compartir sus efectos planetarios con todo mundo. Los actos políticos, reconózcase, poseen la virtud de poder unir a los hombres aunque no sea sino en el terreno de la polémica. Para mi desgracia, los hechos ocurridos no tienen ninguna relación con la realidad política. Además, no son de esas cosas que logran al menos despertar la compasión de los otros, esa solidaridad con la desdicha tan codiciada por las buenas conciencias y necesaria a las buenas obras. No se trata de la traición de un amigo, una ruptura amorosa, un fracaso, el oprobio, la cárcel, un luto, sufrimientos compartibles. Tampoco, última posibilidad de alivio o desahogo, de un miedo imaginario, una depresión, una visión, en fin, una buena sicosis que pudiera ser atendida, y compartida, por algún siquiatra. No, los hechos en cuestión eran bien reales. Anodinos, tal vez, pero con una realidad más que cruda.
En fin, comenzaba a hacerme a la idea de prescindir, en pro de la salud del planeta, de un tranquilo cigarrillo para acompañar el café y la conversación de sobremesa, gestos esenciales a la buena digestión, pensando con melancolía en el mundo uniforme y sin sorpresas que nos aguardaba: un universo políticamente correcto. ¿Cómo imaginar que los últimos resguardos de serenidad iban a saltar? Cosas que me parecían gozar de una perennidad inmutable y me daban la sensación ilusoria de la paz en un mundo cada vez más feroz.
En efecto, entre los programas de televisión, a pesar del concurso de violencia de la mayoría, existen aún algunas series que ofrecen, o más bien ofrecían, ese limbo que aniquila la inteligencia de las cosas de este bajo mundo y permite acceder a un estado semejante, me imagino, al del bienestar de nirvana. Series televisivas casi en desuso, cuyo costo ha sido más que amortizado y no ofrecen sino ganancias a los canales que las presentan. O series más recientes, baratas, sin los efectos especiales que requiere la explosión moderna de violencia, destinadas a un público, infantil o viejo, considerado idiota en principio. En ambos casos, el heroico protagonista es el mismo en cada episodio, sus aventuras no cambian gran cosa, las historias que vive se parecen, y gana siempre. El malo tiene cara de malo, se identifica con facilidad y nunca escapa a la justicia, más que merecida, así sea su fallecimiento precipitado a manos del héroe de la serie, sin que en la buena conciencia del espectador adormecido asome la más mínima reprobación de la condena de muerte.
Pero, por extraordinario que estos hechos parezcan, ocurrieron: el protagonista de una serie austriaca, que pasa a la hora de la siesta, murió asesinado por el criminal frente a los ojos de su perro y del telespectador, tan impotentes uno como otro. Sin ningún anuncio, sin auspicios que atenuasen la noticia, el héroe estaba pefectamente muerto. Esperando una resurrección, no me perdí el siguiente episodio: vi otro actor en el lugar del difunto. ¿Cómo puede seguir mirándose con tranquilidad una serie donde los malos triunfan y los héroes son asesinados como cualquier villano? ¿Cómo ver Zorro sin Zorro, Los Intocables sin Ness, Colombo asesinado por una bala perdida, qué sé yo?
Tratando de pisar un terreno estable, gracias a la seguridad que me daban la antigüedad de una serie alemana y saber al actor jubilado sin haber fallecido, encendí el televisor. Cuál no fue mi desconcierto cuando escuché una voz que no era la suya. En vez del sonido paternal de sus palabras, una voz dura, desconocida, salía de sus labios. Allí estaba su cuerpo, pero no era él: sin su voz, me daba la impresión de un fantoche. Las palabras pueblan acaso voz y silencio, pero no remplazan una ni otro. Los imitadores deben saber algo de esto.