Usted está aquí: domingo 25 de marzo de 2007 Cultura Una cita en el arcoiris

Fernando del Paso

Una cita en el arcoiris

La próxima vez que me encuentre con Guillermo Samperio, vamos a hacer una cita en el arcoiris. No, no se trata de un café o una cantina que se llamen El Arcoiris. Se trata del arcoiris de verdad, el mismo con el que Noé saltaba la cuerda de gusto después del diluvio universal. De la señal del pacto que hizo Jehová con los hombres y que, no ocurriéndosele otra cosa, la dibujó en el cielo. Le faltaron muchos colores, es verdad: los que están más acá del infrarrojo y más allá del ultravioleta. A esos, Jehová los reservó para el Paraíso de los pintores.

No importa. Nosotros, los escritores, nos encargamos de dar color y colores a todas las cosas, principiando por las palabras. Uno de esos escritores es Guillermo Samperio.

Nos enfrentamos -a la literatura hay que enfrentarse siempre, y ofrecer cierta resistencia para sentir el dulce placer de ser vencidos y convencidos por ella- nos enfrentamos, decía, a los cuentos reunidos de Guillermo Samperio. La palabra ''reunidos'' nos sugiere que alguna vez estuvieron desunidos. Porque re-unirse es volverse a unir. Quizá podríamos aventurarnos y llamarlos también cuentos ''reanudados''. Porque lo que se reanuda, también vez estuvo desanudado alguna vez.

Por más que un escritor escriba muchos cuentos -el ejemplo clásico es la obra gigantesca de Guy de Maupassant-, siempre escribe el mismo cuento. Lo mismo pasa con el novelista. Siempre escribe la misma novela. Eso lo sabe todo el mundo. O debería saberlo: y en particular los escritores que hacen sus primeras letras, para saber en qué berenjenal se meten. Así, podemos apreciar, ahora que releemos algunos de los cuentos antiguos de Guillermo, y leemos por primera vez algunos de los nuevos, que todos tienen no un sabor parecido y tampoco un color similar, pero sí la misma, incomparable sazón.

Lo primero que salta a la vista es la maravillosa portada del libro de la editorial Alfaguara, diseñada por Eduardo Téllez, y que debe llenar a todo escritor -al menos es mi caso-, de una profunda envidia, no necesariamente verde: la envidia puede ser también morada o color mostaza, como bien lo sabe Guillermo. La catarina anaranjada, escarabajos negros, aviones, futbolistas y trompos: todo esto figura en esta preciosa portada, y no necesariamente porque así lo dispuso el diseñador, sino porque todos estos animalitos y figuras se salieron del libro para instalarse en la puerta principal. Y la sonrisa del autor, casi la carcajada, que nos perturba un poco, porque no sabemos si se ríe de él mismo, o se ríe de sus lectores. Si esto último es el caso, más nos vale también reírnos, para que no crea que estamos resentidos. De cualquier manera, el propio autor nos proporciona los instrumentos necesarios para reír y alegrarnos la vida.

Una de las afinidades que yo, como escritor, encontré en estos cuentos, es la pasión de Guillermo por los colores. Su mundo, como lo saben los lectores no daltónicos, está repleto de extraños fenómenos en los que el color siempre juega un papel: señoritas vestidas de rojo cuyos senos se tornan infinitamente ancianos, muchachas de pestañas eléctricas que nunca se sabe si eran azules, cafés, o color atardecer, novias que con su bicicleta dibujan garabatos que forman árboles de los que cuelgan manzanas azules. Y poblado, también, de tacones. Tacones cercanos como nos cuenta un breve texto titulado Del zapatero: Los zapatos de tacón verdes son de pera, los rosas son fresas y les da el patatús; los amarillos canario son para las mujeres que gustan montar jirafas o pumas. Nos dice también el autor, nos afirma, que las estrellas son los pensamientos amarillos de la luna, una luna negra, luna palo de rosa. Y que la rosarina es una flor que sólo crece en sitios furtivos, se hace luego transparente, y al final de su vida sale de su cuerpo en forma de ave de plumas rojizas y blancas... no podía faltar por supuesto, la catarina que se coló en la portada que es la brevedad anaranjada por excelencia.

En pocas palabras, Guillermo es un escritor que escribe, dibuja las palabras, con lápices de colores.

Y también es un grafólogo, en un sentido muy cercano a la definición de este oficio que hizo, y sobre todo practicó, nuestro amigo y gran escritor desaparecido Salvador Elizondo.

No se puede escribir un cuento, hasta que el cuento no está ya escrito. Lo mismo pasa con la novela. En la estupenda narración Estoy buscando la rendija de la puerta, lo que busca el personaje, lo que busca nuestro autor por esa rendija es el libro no escrito. Y es entonces (cuando el libro se siente deseado), que el libro es concebido, se gesta, nace y comienza a existir y a deambular por el departamento que habita el personaje con la mujer de sus amores y de sus rencores que es a la vez su esposa, su ex esposa y su antiesposa. También se asoma el personaje, un arquitecto, a la ventana, y mientras el libro crece, invisible, camino a la pubertad y la madurez, nuestro arquitecto contempla en las nubes un amontonamiento de nalgas de humo y otras extravagancias. Pero lo que hace, en realidad, es asomarse a su mundo interior por una rendija que agranda el tiempo. Quizá por una herida que no ha cerrado.

Por supuesto, Guillermo Samperio puede indignarse y reclamar ''eso no es lo que yo quise decir''. Se presenta aquí, una vez más, el eterno conflicto entre el autor y sus lectores. Lo que importa no es lo que el autor haya querido decir. Lo que importa de verdad, a fin de cuentas, es lo que los lectores crean que el autor quiso decir.

El caso es que, en medio de un ambiente casero coloreado con anécdotas surrealistas y pensamientos estrambóticos, el libro sigue escribiéndose a sí mismo hasta que ya no puede más y le impone al autor la tarea de copiarlo palabra por palabra, letra por letra. Al final nos dice Guillermo: ''El libro había sido terminado sin contratiempos; sólo faltaba una revisión con diccionario y gramática en mano''.

Nosotros, sus lectores, nos quedamos con la ansiedad de conocer ese libro que nunca llegará a nuestras manos, pero satisfechos de habernos paseado a nuestro antojo por un cuento espléndido. Aunque yo me pregunto: ¿y por qué no, para no quedar frustrado, me siento y escribo yo el libro de Guillermo Samperio? No sólo cualquier escritor puede escribir el libro de otro escritor: también cualquiera de los objetos o instrumentos que se utilizan para escribirlo. Guillermo no elige una computadora y ni siquiera una modesta máquina portátil Olivetti: un simple lápiz se basta a sí solo, mediante la ayuda, eso sí, de tres dedos que estén dispuestos a bailar con él. Es el caso de La chica dorada donde tachuelas, cerillos, ranas de cerámica, pulgas y clips, animados, o más que animados, se agregan a la fiesta que es escribir, hasta darle punto final.

Pero no todo es una fiesta en los cuentos de Guillermo, un hombre generoso que rinde un homenaje tras otro a sus amigos y maestros. Y un homenaje también a sus recuerdos y a la nostalgia, como en el hermoso cuento Se vale de todo, que habla de un viaje a San Miguel Regla, ''en aquella tarde -nos dice el autor- (en la que) todo estaba por descubrirse, y por develarse el homenaje inútil de la vida'', y que acaba con la tragedia de un muchacho ahogado. El horror tiene también su sitio en la narrativa de Guillermo: no sólo en el cuento llamado El 2000 de Honorato, donde una plaga de perros entra a los restaurantes para devorar a todo el mundo, incluidos comensales y meseros: también a lo largo de una narrativa que es, con frecuencia, escalofriante. Y tiene también su lugar un erotismo enervante y displicente.

Dice en el texto de presentación Alvaro Mutis, que si se ha hablado, para ubicar a Samperio de Beckett, Ionesco y hasta de Kafka, ''toda comparación en literatura es un recurso para evitar el esfuerzo de pensar y juzgar''. Estoy de acuerdo, pero no podemos ignorar que el último de los escritores mencionados, Kafka, también se asoma por una rendija en los cuentos de Guillermo. En uno de ellos, el personaje no se transforma en un escarabajo: las letras del periódico que lee se desprenden del papel, y lo invaden como si fueran miles, millones de hormigas, hasta que lo convierten en el mismo periódico. Transformarse en un periódico, pienso, es mucho más terrible que en un bicho al que podemos matar de un pisotón. En cambio, si nos convertimos en un periódico, en lugar de que nos salgan caparazón, patas y antenas, nos saldrán noticias trágicas y anuncios rascuaches, tragedias, chismes, discursos de políticos y reportajes sobre curas pederastas.

Pienso ahora, que si el escritor joven le teme a las influencias, el autor que ya ha habitado en el tiempo, y el tiempo lo ha habitado durante más décadas de las que se cuentan con los dedos de una mano, no sólo ya no las teme: las agradece, y son su orgullo ¿que me parezco a Borges?, ¿que me parezco a Góngora? Y cómo no, si fueron mis abuelos literarios. Si por mis venas corre su misma sangre literaria. El propio Guillermo, en el texto titulado ''Palabras previas'', lo sabe y lo dice: ''¿Cuál es mi estilo? Lo que pude responderme fue que mi trabajo literario resultaba una especie de suma estilística de mi diversa lectura en libros de autores latinoamericanos influidos por europeos y estadunidenses''. Bienvenida esa suma, suma y resta, multiplicación. Todos somos parientes de William Faulkner, de John Dos Passos, de Virginia Woolf, de Lewis Carroll, de Jonathan Swift, de Lawrence Stern.

Las gotas de mercurio son las lágrimas del espejo, y el espejo y la gota de mercurio, otras dos obsesiones de Guillermo, que si bien no ocupan mucho lugar en su prosa, reflejan -para eso están hechos ambos, el espejo y la gota- la infinita necesidad del escritor de encerrar al mundo, o mejor, de captarlo, en espacios minúsculos. James Joyce, nos dice Guillermo, escribió su Finnegan's Wake en una gota de mercurio. La gota de mercurio da, escribe Samperio, ''constantes modulaciones al mundo, juega con él, lo asume y lo distorsiona''.

Por otra parte, en un cuento de este volumen, Fuera del ring un hombre no se encuentra en el espejo: perdió su cara. Samperio ha estado siempre también en busca de su cara y la cara misma del texto literario y lo manifiesta así en la narración El escritor decapitado o dar la cara. Le preocupa también que el rostro verdadero dé la impresión de una máscara. Y es que el escritor, como casi todo el mundo, quizá un poco más que casi todo el mundo, tiene y usa no sólo máscaras distintas, sino más caras, y algunas más caras que otras. Es decir, más queridas por él y por sus lectores.

En ese mismo texto nos dice que ''cuando en la contraportada de los libros ponen la fotografía de un escritor, decapitado o entero, es como no poner nada, es abonar la confusión -y agrega-: y cuando alguien después de leer un texto literario en una revista, piensa 'sería bueno conocer la cara de quien escribió esto' no sabe que está diciendo 'me gustaría que alguien explicase este maldito lío'. Dar la cara, concluye Guillermo, es el fin último''.

Bueno, pues aquí tienen ustedes, cara a cara, al autor de estos cuentos reunidos. Los invito a unirnos y re-unirnos a ellos. A anudarnos y re-anudarnos con la imaginación fértil, lúdica, humorística y a veces también melancólica de Guillermo. No se pierdan, pues, la oportunidad de leerlos todos juntos y, si es el caso, de echárselos en la cara a su autor.

Sé que en lo que he dicho han abundado los juegos de palabras y por ello pido disculpas. Lo que sucede es que los escritores siempre jugamos con las palabras. O creemos jugar. En realidad, son ellas las que juegan con nosotros. Si las vencemos, estamos perdidos. Si ellas ganan, quedamos escritos.

Bienvenidos sean estos Cuentos reunidos del escritor mexicano Guillermo Samperio.

Nos vemos, pues, Guillermo, en el arcoiris.

(Texto leído en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes en la presentación del libro Cuentos reunidos, de Guillermo Samperio)

 
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