Pensar América Latina desde Europa
En los años 60 del siglo XX Florestán Fernandes, sociólogo brasileño, escribió en la Revista Mexicana de Sociología, bajo el título genérico de Las ciencias sociales en Latinoamérica, un ensayo que acabó por irritar y sacar de sus casillas a los científicos sociales de las excelsas universidades del viejo continente, quienes se jactaban de comprender nuestra realidad sociopolítica y cultural.
En éste, Fernandes denunció el sentido que tenía para ellos dedicarse al estudio de las sociedades latinoamericanas desde el primer mundo. Sus conclusiones no podían ser más devastadoras. Quienes miraban la región no lo hacían vocacionalmente, salvo excepciones. Sus objetivos eran terrenales: prestigio social, oportunismo, ascenso académico y mejoras salariales. Preguntarse sobre la historia de Argentina, Chile, México o Bolivia tenía fines espurios, eso sí, tan válidos como interrogarse sobre la siembra de las patatas o la emigración del mirlo negro.
Por ello la mayoría de las investigaciones adolecían de calidad. Así, muchos terminaban abandonando y dedicándose a otros menesteres en el medio y largo plazos. Con semejantes docentes, concluía Fernandes, era casi imposible crear una comunidad científica entre ambos continentes para debatir ideas. Lo más que se podía llegar era al intercambio de tarjetas de visita y programar viajes de turismo académico, sin perder las buenas maneras. La imagen se completaba con un convencimiento de estar ante una comunidad de profesionales sesgados por el colonialismo cultural. Como europeos estaban convencidos del escaso aporte teórico de América Latina al desarrollo del conocimiento, en especial a las ciencias sociales. La cuna del saber habían sido Grecia y Roma, y en la modernidad había construido la civilización occidental. París, Roma, Amsterdam, Nápoles o Berlín. Nada creativo podía venir del Sur. Romper esa lógica perversa requería una dinámica asentada en otros criterios, tanto epistemológicos como humanos, y sólo había una manera de lograrlo. El fundamento era simple: pensar América Latina sin los prejuicios del colonialismo cultural. Era obligado acudir con cierto grado de modestia intelectual. Y para ello había que vivir, pensar y compartir la realidad bajo la experiencia del ser latinoamericano. Residir en Santiago, ciudad de México, Lima, Buenos Aires o Bogotá.
Fernandes pedía responsabilidad, compromiso, no filiación política. Nombres como Gino Germani, Alain Touraine, Alain Roquie, Gunder Frank, Hinkelammert, Joan Garces o Norbert Lechner caben en esta categoría. Sus aportes son esenciales para comprender el siglo XX latinoamericano. Otros, tras pasar por el continente, mostraron su verdadera cara, decidieron venderse, ofreciéndose como asesores a gobiernos y ayuntamientos, y aprovecharse de su experiencia en los años 60, los más sangrantes Manuel Castell y Jordi Borja. En cualquier caso, Florestán Fernandes tenía razón. Sus conclusiones siguen vigentes. Para la mayoría de los europeos, estudiar América Latina constituye un pasatiempo, una opción profesional, una manera de hacer turismo y de ganar dinero.
Hoy, en Europa, proliferan instituciones, centros de análisis y un sinnúmero de universitarios dizque expertos en América Latina que siguen los mismos pasos, acompañados por políticos de derecha o de izquierda igualmente soberbios e ignorantes. Se les ve pontificar sobre lo humano y lo divino de la realidad latinoamericana. No tienen vergüenza. Refiriéndome a España, podemos notar que son de plumaje especial. Han leído cuatro cosas elementales y publican libros. Es el caso de Víctor Pérez Díaz. Catedrático, su obra es un insulto para la historia y la sociología latinoamericanas. Está llena de tópicos y errores históricos. Sin embargo, da charlas, acude a tertulias y asiste a programas de televisión publicitando su libro. Pero si este es un caso extremo de falta de respeto, podemos señalar que la mayoría de los expertos y asesores se presentan sin pudor ante los medios de comunicación. Son capaces de explicar lo que está pasando en Ecuador y 10 minutos más tarde la realidad de Argentina, Uruguay, México, Chile, República Dominicana o El Salvador. No hacen asco. Si les preguntan sobre la problemática política, tienen un discurso preparado. Señalan sus preferencias por el sistema bipartidista, critican el presidencialismo, el déficit de parlamentarismo, el alto grado de abstención y la pérdida de confianza de la población en la democracia. Dan volteretas en el aire y terminan hablando de gobernanza, calidad de la democracia y la evolución de las instituciones. Llegados a este punto, se sueltan el pelo. Todo vale. Cuando les falla algo, recurren al manido populismo latinoamericano, concepto útil para solucionar la falta de conocimientos. Si se atascan en los argumentos, se decantan por las tipologías y los datos sobre pobreza, marginalidad o inversiones extranjeras. La audiencia lo agradece. Se apuntan a un terremoto y un tsunami. Pueden disertar sobre los procesos de integración, el deterioro del medio ambiente, los derechos humanos, la estructura social, la geopolítica, el desarrollo económico, la biotecnología, las luchas de género, la cultura, el teatro, la literatura, la corrupción, la historia, la antropología, la religión, la política internacional, el futbol, la violencia y el narcotráfico. Todo un logro. Poseen el don de la ubicuidad. Aparecen en las noticias de las cadenas de televisión públicas y privadas, con sus galones, diciendo barbaridades. El discurso ramplón se impone. Es un espectáculo.
No sé si la comunidad científica aceptaría ese tipo de personajes si en vez de pontificar sobre América Latina se tratase de Europa Occidental. Es decir, catedráticos que un día acuden a pontificar sobre la situación política, social, económica, cultural, geográfica, medioambiental de España y al día siguiente, con la misma pachorra, sobre las drogas en Italia, la crisis de la familia en Francia, la inflación en Holanda, el parlamentarismo en Dinamarca, la sucesión en Bélgica, los partidos políticos en Rusia, los empresarios en Gran Bretaña. Cundiría el desasosiego y la vergüenza. Pero como se trata de América Latina, es indiferente. Sirva como ejemplo una muestra. Tras el deceso de Pinochet fui entrevistado junto con un colega considerado eminencia en temas latinoamericanos. La periodista inquirió: ¿Qué pasará en Chile, muerto Pinochet? Su respuesta, más o menos, fue esta y no tuvo desperdicio: muchas cosas. Su pregunta encierra interrogantes. Lo cierto es que la muerte de Pinochet supone la desaparición del dictador. (Y ni se inmutó). Así pasan los días los expertos, entre tertulias y comidas de negocios. América Latina les importa un carajo, por eso viven de ella.