La tarea ingrata: ver la realidad
Semana de "descubrimientos" con cargo a la pesada agenda de la presidenta Michelet; la que terminó trajo consigo la reiteración de nuestra verdad más pesada: vivimos una crisis ideológica de gran envergadura que desemboca en la pérdida progresiva de capacidades de entendimiento y ubicación de la realidad política y social por parte del cuerpo dirigente nacional, del Estado y empresarial. No de otra manera puede uno explicarse la insistencia a Michelle Bachelet para que "se definiera" ¡entre Bush o Chávez!, y que en su presencia se celebrara la proeza chilena en materia de privatización de las pensiones o la salud, en el momento mismo en que la presidenta y su partido encabezan empeños de fondo por reformar ambos sistemas y recuperar la intervención del Estado en ellos.
Con pesimismo razonado, desde el fondo de este pozo que no parece tener fin, podríamos decir, sin embargo, que México no necesita dinero extra ni misión dictada en Washington para ubicarse de nuevo como una referencia interesante y útil en un continente que se debate entre el hambre y la opulencia como nunca le había ocurrido, debido a su globalización, la llegada de la democracia y la expansión urbana. No se trata de "vender" otro modelo, ni de la compra de ningún otro, como lo dijo con precisión y elegancia la presidenta Bachelet en su visita. Bastaría con que las elites que quedan, o puedan emerger, tomaran nota de su circunstancia y asumieran los cambios sufridos en su entorno para abrir una ronda dirigida, primero, a modificar las reformas de la cantinela de Washington y para aprender del rumbo cursado por los países que han logrado navegar con algún éxito en esta primera fase de la globalización: India, Corea y China; Chile o Costa Rica y, esperemos, Argentina y Brasil.
Nada heroico, sólo algo de sentido común y disposición al riesgo: ser ortodoxos en lo tocante al interés nacional, definido en lo posible democráticamente; atreverse a ser lo contrario, heterodoxos, frente a las recetas del momento, generalmente acuñadas, vendidas y hasta regaladas, fuera de los centros de decisión y reflexión nacionales. Adaptar y experimentar al máximo posible, adoptar sólo a regañadientes.
Es claro que tenemos que darnos el perfil político mínimo requerido para coronar en un nuevo orden democrático la tortuosa transición acometida hace más de 20 años. Las tareas pendientes son muy difíciles y no pertenecen a la rutina de los ajustes legales porque están en los núcleos básicos, hoy envenenados, donde se nutre toda democracia moderna y de masas, en especial en los países pobres, en desarrollo y muy desiguales, como México: los medios electrónicos; la conformación y las responsabilidades de la autoridad encargada del proceso político y electoral; el dinero y su relación con el poder y la política.
Estas y otras materias similares remiten a la política constitucional, y hay que admitirlo y proceder en consecuencia, para evitar salidas grandilocuentes como la de un "nuevo" constituyente o cosas peores. Sin quererlo, la gran promesa neoliberal, de "liberar" a la economía de la política, le otorga hoy a la política y al Estado un papel protagónico y primordial: sin política y sin Estado no hay ni habrá economía que cumpla. Los sueños, sueños son, pero más nos vale despertar y dejar de celebrar glorias que nunca fueron.
La realidad: México es laico y secular, creyente y en medida no determinada religioso. Puede ser a la vez juarista y cotizante de las varias iglesias que han colonizado su espacio espiritual, entender con parsimonia el derecho de las mujeres a su cuerpo y su defensa, la racionalidad de la píldora o el aborto, y al mismo tiempo insistir en la protección de la infancia y el respeto a los valores tradicionales del cortejo y del hogar. Es decir, un país tan incongruente como el más ilustrado o moderno, pero en las primera filas de una tolerancia intuitiva emanada de siglos de violencia y simulación oligárquica aliada a la jerarquía católica.
Los mexicanos pueden ser entusiastas partidarios de la libertad económica y la globalización, y ser celosos opositores de la privatización de Pemex o la CFE, sin que eso los ponga en las parcelas del analfabetismo histórico. En todo caso, se inscriben en ligas como la de Costa Rica, Uruguay, Francia, Rusia y Brasil y, tal vez sin quererlo, listos para aprovechar los enormes cambios que tienen lugar en la geografía económica y política del petróleo y la energía, en la que predominan una vez más las empresas nacionales, públicas y estatales, sin que ello implique devaneos autárquicos, pero tampoco condenas por herejía de los contritos chicos del FMI, en los que solían ampararse los aprendices de brujo de la reforma neoliberal del siglo pasado.
Si pudiéramos hacer ejercicios como estos, podríamos aspirar a recibir de mejor manera a heroínas como Michelle Bachelet, no olvidarnos de dónde viene y a quién debe su vida y su lealtad histórica, y no someterla al bochorno de intentar usarla para los fines baratos e inmediatos de cada pandilla empresarial, mediática o política. Olvidarse de la historia es mala cosa, falsificarla es pecado capital.