Editorial
Bush: cuatro años de horror
Hoy hace cuatro años, en Bagdad, el gobierno de George W. Bush lanzó los primeros bombardeos de una guerra que ahora parece interminable. Horas después, el todavía presidente de Estados Unidos repitió por cadena de televisión las mentiras sobre las armas iraquíes de destrucción masiva y sobre la supuesta "amenaza inminente" que éstas representaban para la superpotencia, prometió que acortaría la duración del conflicto mediante la aplicación de "la fuerza decisiva", se comprometió a "proteger del peligro a civiles e inocentes" y advirtió: "no aceptaremos más resultado que la victoria".
El momento había sido precedido por meses previos de campañas de intoxicación de la opinión pública -en la que los medios informativos estadunidenses desempeñaron un triste papel como transmisores entusiastas de la mendaz propaganda oficial-, presiones y chantajes a numerosos gobiernos para que se unieran a la agresión y meses de diplomacia imperial que no consiguieron obtener la aprobación de la ONU a la aventura bélica.
En contraparte, decenas de millones de personas en todos los continentes se habían manifestado de múltiples maneras para denunciar las razones económicas y geopolíticas de la invasión a Irak y para impedir una guerra que habría de ser inmoral, ilegal, criminal y desastrosa: inmoral, porque se justificaba en falsedades; ilegal, porque contravenía la legislación internacional; criminal, porque auguraba el asesinato de miles de personas, y desastrosa, porque generaría una catástrofe institucional, económica y humana en el país atacado y colocaría a los atacantes en un callejón sin salida.
Los promotores de la guerra no quisieron escuchar las razones esgrimidas por el que probablemente ha sido el mayor movimiento antibélico de la historia mundial. Bush consiguió el apoyo de Tony Blair, de Inglaterra, además del respaldo más bien fársico de los gobernantes de entonces en España e Italia, José María Aznar y Silvio Berlusconi, y los tres primeros complotaron para disfrazar la incursión de rapiña neocolonial de empresa democratizante, de seguridad y hasta de derechos humanos.
Al principio, la derrota del régimen de Saddam Hussein pareció fácil. Los invasores lograron, al cabo de unas pocas semanas de combates, entrar en Bagdad, y en mayo Bush, a bordo de un portaaviones anclado en el Golfo Pérsico, anunció el fin de los combates.
De entonces a la fecha las autoridades ocupantes han matado a decenas de miles de civiles iraquíes, han perdido unos tres mil 500 efectivos, más de 23 mil invasores han sido heridos y el gobierno de Bush ha gastado centenas de miles de millones de dólares de los contribuyentes en la destrucción de Irak y en la consumación de jugosos negocios para las empresas del círculo presidencial. La Casa Blanca ha llegado a extremos de degradación como los que exhibieron las fotos de Abu Ghraib y como los que describen los testimonios sobre el infierno de Guantánamo.
La diezmada población del país invadido padece una anarquía generalizada, una violencia cotidiana casi indescriptible, tasas de desempleo escandalosas, carencia de comida, hospitales, luz, agua, escuelas, comunicaciones y otros servicios básicos y, sobre todo, una desesperanza nacional por demás explicable. Aznar y Berlusconi fueron echados del poder por los electorados de sus respectivos países y Blair es un cadáver político en funciones. En cuanto a Bush, acorralado por un legislativo adverso y por la reprobación creciente y ya mayoritaria de la ciudadanía, se aferra a la intensificación de la violencia bélica, acaso con la esperanza de que una profundización de las confrontaciones étnicas que padece el Irak contemporáneo pueda esgrimirse como pretexto justificatorio para perpetuar la ocupación. Por lo demás, el poder político, económico, militar y diplomático de Washington en el mundo ha declinado en este cuatrienio en forma perceptible y acaso irremediable.
Los únicos que han ganado algo en esta guerra son, por un lado, los accionistas de Halliburton y otras corporaciones que medran con la destrucción y el sufrimiento humano y, por el otro, los sectores islámicos terroristas que han conseguido en el Irak arrasado un semillero de nuevos cuadros y un campo de operaciones con el que no podían ni soñar en tiempos del ejecutado Saddam Hussein. Fuera de esas dos instancias, en estos cuatro años de horror el resto del mundo ha perdido seguridad, legalidad, tolerancia, certeza y civilización.