Editorial
Inseguridad: el gobierno pierde
El fin de semana pasado dejó un saldo particularmente cruento en el país: muertes violentas de policías y civiles en Boca del Río y Tierra Blanca, Veracruz; ejecuciones en Lázaro Cárdenas, Michoacán; hallazgo de cadáveres cerca de Chilpancingo, Guerrero, y el asesinato de la hija de un general: Mireya López Portillo, y de su esposo, el ejecutivo de TV Azteca, Jordi Peralta, en Bosques de las Lomas, Distrito Federal, entre otros graves hechos delictivos. Los aparatosos desplazamientos de soldados y policías, a lo que puede verse, han agitado el avispero, pero las avispas siguen vivas, y la ciudadanía se encuentra más desamparada que nunca frente a organizaciones criminales que acumulan cientos de millones de dólares en efectivo en residencias de lujo y que, pese a los golpes policiales, parecen mantener intacta su capacidad de fuego y, por supuesto, su poderío económico.
Para el actual gobierno debiera ser ya evidente que los enormes espacios ganados por la delincuencia a la autoridad no se deben a la mera inacción de ésta en el pasado reciente, sino también, y sobre todo, a una estructura gubernamental profundamente minada por la corrupción.
En el caso de narcotraficantes, secuestradores, asaltabancos y otros delincuentes violentos, esa corrupción se manifiesta en la "compra" de protección a policías, comandantes y autoridades civiles de distintos estratos. Pero esa es sólo una faceta de la descomposición de la administración pública, que se extiende además a la connivencia entre autoridades económicas, legisladores y empresarios defraudadores, evasores, e incumplidores de reglamentos y leyes; a la escandalosa impunidad de servidores públicos de primer nivel, y de parientes suyos; al tráfico de contratos de privilegio, prebendas y oportunidades especiales de negocio. Tales lastres no los inventó, ciertamente, la administración que preside Felipe Calderón Hinojosa, pero no hay, hasta ahora, ninguna muestra de determinación por parte del Ejecutivo Federal de combatir y perseguir esas prácticas ni de emprender una moralización y una limpieza profundas, ni de cortar las redes de complicidad que van de los altos niveles de la pirámide gubernamental hasta policías de crucero o hasta empleados de ventanilla. Por ejemplo, ninguno de los altos colaboradores o allegados de Vicente Fox señalados por irregularidades patentes y escandalosas ha sido molestado hasta ahora.
La ineficacia de las medidas recientemente adoptadas en contra de la criminalidad violenta se debe, sin embargo, a la persistencia de instituciones -particularmente las policiales- profundamente erosionadas por la corrupción, con las cuales no es posible emprender una lucha frontal exitosa contra la delincuencia organizada.
A su vez, el combate al delito y la implantación de un verdadero estado de derecho pasa necesariamente por un deslinde radical e inequívoco de una robusta tradición gubernamental de impunidades, complicidades y benevolencias, y de un reparto de los bienes públicos entre manos privadas. No resultan creíbles los propósitos de limpiar las calles si antes no se empieza por limpiar la casa.
La credibilidad es, por cierto, un requisito fundamental para afrontar la ola delictiva que ahoga al país. Pero la sociedad no toma en serio las promesas gubernamentales de respetar y hacer respetar las leyes porque, a lo que ha podido verse hasta ahora, el propósito se reduce al Código Penal, mas no a los instrumentos legislativos de responsabilidad de los servidores públicos, de transparencia, de rendición de cuentas y de fiscalización.
Para la delincuencia, un gobierno amarrado por su propia corrupción inveterada resulta un enemigo más fácil que una administración pública honesta. Y hasta ahora, como puede constatarse en la persistencia y hasta el incremento de hechos violentos, ajustes de cuentas y combates campales en las calles de las ciudades, la autoridad sigue llevando las de perder.