Shortbus
Finalmente, en México los distribuidores eligieron como anzuelo comercial La última parada, título en tono de albur crepuscular, para Shortbus, segundo largometraje del estadunidense John Cameron Mitchell, comedia de franco desenfado erótico sobre los goces y miserias de un grupo de neoyorkinos en un club de sexo y esparcimiento cultural. Shortbus es, en realidad, un refugio urbano donde se ventilan las frustraciones, las paranoias y las más variadas proezas y disfunciones sexuales. Es el punto cero post 9/11 de una revolución sexual reactivada, con jóvenes hedonistas e iconoclastas que dan la espalda a la hipocresía moral de los Estados Unidos Puritanos de George Bush, se abandonan al aturdimiento colectivo y de paso reflexionan sobre el sentido de la vida y la fragilidad de las relaciones amorosas.
Un retrato colectivo, una mirada panorámica, a la manera del Short cuts (Vidas cruzadas) de Robert Altman, pero con altas dosis de sexo explícito y frenesí orgiástico; todo ello marcado, no tan paradójicamente, por un sentimiento irresistible de melancolía. La carne es triste, tal vez, pero en el club Shortbus es tarea de los asistentes resistirse al desamparo existencial y conquistar, palmo a palmo, pulgada por pulgada, el goce erótico tan mezquinamente escatimado por la derecha religiosa.
Con un buen control de los elementos dramáticos a su alcance y un manejo óptimo de sus personajes, el realizador de la cinta de rock Hedwig y de La pulgada irritada (Hedwig and the angry inch, su estruendoso debut fílmico de 2001), ofrece ahora una comedia procaz y divertida, políticamente incorrecta y moralmente indispensable: un antídoto contra el discurso de la tolerancia programada en las sociedades de consumo, desarticulada en la cinta con reiteradas actitudes de irreverencia moral y desenfado asumido. Shortbus es también un alegato en favor de un nuevo impulso romántico.
En una primera escena, un joven se practica a sí mismo el sexo oral, sin que logre con ello erradicar la frustración de sentirse desdeñado por su amante. Él será uno de los clientes asiduos de Shortbus, donde, al lado de su amigo, encontrará novedosas soluciones de convivencia sexual con un tercer hombre -atractivo-, lo que constituirá un expediente ideal para desterrar el hastío compartido. En otra, una muchacha incapaz de alcanzar el orgasmo recibirá asesoría de una profesional del sadismo, para, en adelante, dominar las técnicas de la estimulación propia y satisfacerse jubilosamente en la banca de un parque, de frente a Manhattan. Una escena de humorismo provocador mostrará cómo un joven remeda el himno nacional estadunidense en el trasero de su compañero -lo más guarro del John Waters de Pink Flamingos como parodia de los símbolos patrios, en tiempos de la mayor desfachatez bélica. Y así, múltiples viñetas, más de un desparpajo parecido. Sorprende en Cameron Mitchell su dominio de semejante despliegue de sexo explícito en una comedia comercial, sin caer en la vulgaridad o la ramplonería verbal. Su tan deliberada procacidad lúdica desemboca en una propuesta humorística refrescante que no pretende ni procura la excitación sexual de sus espectadores. Curiosamente, al cabo de media hora de este catálogo de extravagancias sexuales y comportamientos límite, el público llega a una saturación sensorial, alejada por completo de cualquier voyeurismo o morbo.
Shortbus es una película sobre la soledad y el apremio saludable de los goces colectivos: la comedia omnisexual por excelencia, donde el género de la compañía sexual es, a final de cuentas, lo que menos importa; una comedia que señala cómo una fobia del sexo conduce invariablemente al malestar existencial y a la violencia. ¿Habrá todavía necesidad de sostener este discurso liberador cuando el fundamentalismo religioso da muestras reiteradas de fracaso, y cuando la sociedad civil y las legislaciones atienden puntualmente a los llamados de tolerancia para el goce y la diversidad sexual? Shortbus es una suerte de manifiesto en favor de una nueva utopía amorosa, para mayor desazón y rabia de nuestra moral conservadora.
Se exhibe en salas de Cinemex, Cinemark, Cinépolis y Lumiere Reforma.