Editorial
¿Para qué?
En su breve estadía en suelo mexicano, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, hizo ofrecimientos tan torcidos como inverosímiles en materia de regulación migratoria y trato digno a los mexicanos que trabajan en territorio estadunidense; ofreció al anfitrión Felipe Calderón "ayudarlo lo más posible cuando usted me lo pida", a sabiendas de que no hay materia de ayuda -¿cómo puede un gobierno declinante y acorralado asistir a una Presidencia débil y cuestionada de inicio?-; visitó las ruinas de Uxmal, en donde sus guardaespaldas se encaramaron en zonas en las que está prohibido el paso por razones de conservación; generó un caos de enormes proporciones en la vida de los yucatecos, y hoy se marcha de regreso a su país, dejando tras de sí una duda generalizada: ¿a qué vino?
Como el presidente más impopular en la historia de Estados Unidos, y como el mandatario estadunidense más repudiado en América Latina, Bush no tenía nada importante que hacer en sus visitas a Uruguay, Brasil, Colombia, Guatemala y México, porque tanto las sociedades como los gobiernos de esos países tienen claro que el poder de la Casa Blanca ha sido casi puesto entre paréntesis por la historia de atrocidades de la propia administración actual y por la coyuntura política presente en Washington. En lo que queda del segundo periodo de Bush no habrá ya grandes definiciones ni redefiniciones en materia de política exterior, y menos en este continente: salvo por su afán de desestabilizar al gobierno venezolano y por su empeño en imponer a nuestras naciones el Area de Libre Comercio de Las Américas (ALCA), que es, a estas alturas, papel mojado, el texano no ha mostrado interés en la región desde el 11 de septiembre de 2001, fecha en la que convirtió la "lucha mundial contra el terrorismo" en el contenido casi único de su ejercicio gubernamental. Si Bush no hizo gran cosa por impulsar un acuerdo migratorio bilateral cuando tenía las riendas plenas del poder, menos va a hacerlo ahora.
De hecho, da la impresión de que el propósito más importante del recorrido latinoamericano de Bush era proporcionarle unos días de distensión en su agobiada presidencia. Pero aunque su viaje tuviera ese carácter, no podía dejar de comportarse como el representante máximo de la superpotencia militar, y así lo hizo sentir por donde fue pasando. En las naciones que visitó, incluida la nuestra, dejó patente un doble mensaje: por un lado, expresiones amables para los gobernantes que lo recibieron, y por el otro, el despliegue de medidas militares que se tradujeron en violaciones inequívocas a la soberanía de los países visitados y en atropellos a las poblaciones. La suavidad discursiva contrastó con el comunicado de los hechos que fue, en todos los casos, una insolente ratificación de poderío imperial.
La presencia del jefe de la Casa Blanca en Yucatán ha significado una suspensión de facto de garantías constitucionales y una inocultable rendición de la soberanía nacional: la presidencia de Calderón Hinojosa queda muy mal parada al consentir y cometer violaciones a la libertad de tránsito en aras de la seguridad de su huésped y al permitir un injustificado despliegue de militares, cuerpos de seguridad y aeronaves de combate de procedencia extranjera en territorio nacional. Con ello no sólo se admite el desinterés por hacer respetar las atribuciones del Estado mexicano en su propio territorio sino que se comunica de manera implícita la incapacidad de los institutos armados, las instituciones de seguridad nacional y las corporaciones policiales mexicanas para garantizar la integridad de este visitante indeseable. Para colmo, en el incumplimiento de preceptos constitucionales y en el hostigamiento a la población se invirtió una enorme suma de dinero público. Tal vez si los actuales gobernantes hubiesen consultado a tiempo a los viejos diplomáticos mexicanos se habrían enterado de que hay fórmulas profesionales, discretas e impecables para evitar visitas inoportunas, improductivas y agraviantes, como la que se comenta.