Usted está aquí: martes 13 de marzo de 2007 Política La pertinencia

José Blanco/ I

La pertinencia

De la pertinencia de las carreras universitarias se habla hace muchos lustros, seguramente sin investigación y reflexión suficientes, si hemos de juzgar por los resultados infructuosos de las políticas puestas en práctica.

Se ha hablado de 10 o 20 carreras saturadas, entre las que se señalan: derecho, administración, contaduría pública, ingeniería industrial, medicina, informática, sicología, sistemas computacionales, arquitectura, ingeniería electrónica, entre otras. A veces, la responsabilidad se ha atribuido a los aspirantes que demandan esas carreras. Las consecuencias, se dice, es que, o no son aceptados (son "rechazados") y van a dar a las universidades cátchers, también denominadas patito, en donde les dan un ligero barniz de la carrera en corto tiempo, y salen a un mercado "saturado", en el que obtienen bajos ingresos; o bien son aceptados en alguna institución seria, pero al final se ven obligados a laborar en mercados para los que no son necesarios los estudios universitarios que adquirieron; son profesionales redundantes.

En este último caso, se dice, la responsabilidad es de las instituciones que continúan abriendo una oferta educativa para la que no hay mercado. Lo que estarían haciendo las instituciones, en este caso, es evitarse un problema político hoy (la protesta de los "rechazados" amplificada por los medios), y lo convierten en un problema del egresado.

Pizcas de verdad hay en estas apreciaciones, pero continúa prevaleciendo un diagnóstico según el cual, el problema está en la mala o insuficiente orientación vocacional.

Parece claro llegado el momento de ir a la búsqueda de mejores explicaciones sobre el problema y de mejores políticas públicas, sobre todo si, como se ha anunciado, se quiere ampliar sustantivamente la cobertura nacional de educación superior, llevándola de 22 o 23 por ciento, a 30 por ciento.

No hay coherencia cuando se ven juntos esos dos problemas. Si tenemos mercados saturados de profesionales, aumentar sustantivamente la cobertura traerá consigo un volumen de egresados que empeorará el problema.

Sin embargo, por otra parte, es claro que los niveles de educación del conjunto de la población están muy por debajo de los necesarios para detonar el desarrollo y resolver los problemas ingentes de la desigualdad y la pobreza. En esta trampa de la educación estamos atrapados.

Parece cada vez más claro que requerimos de políticas públicas radicalmente distintas, pero es indispensable asumir cabalmente las condiciones actuales en que se realiza la vida económica, productiva y social, en el contexto de la sociedad del conocimiento.

Todos los días podemos oír esas palabras, pero siguen siendo discurso. Se insiste en que no son los recursos naturales sino el conocimiento, el insumo principal de la producción de bienes y servicios, pero no convertimos este reconocimiento en políticas públicas. Hoy, el track ciencia básica, ciencia aplicada (hay quien no está de acuerdo en esta división), investigación tecnológica y solución técnica de problemas de todo tipo, es un continuum (si las cosas están bien hechas). Y si es así, la generación y distribución social del conocimiento científico y tecnológico tienen que transformarse de raíz en México, para asumir una organización distinta, porque lo estamos haciendo mal.

En Europa, como hemos dicho ya en este espacio, se ha asumido que la función central de la universidad es ser palanca directa del desarrollo (social, económico, político, humanístico); tenemos que asumir que si las universidades no le sirven a la sociedad de este modo, entonces no sirven. La Carta Magna que los europeos firmaron en Bolonia en junio de 1999 será refrendada el próximo septiembre, asumiendo cabalmente ese papel, y será firmada por cientos de nuevos adherentes... pero estamos fuera del juego.

Es preciso ya avanzar en la construcción de un sistema real de coordinación de las autonomías, que evite que cada universidad tome el rumbo que a su buen entender debe tomar. La oferta educativa nacional debe ser una decisión del conjunto del sistema, y no la resultante de lo que cada una perciba como necesidad, aisladamente. Una oferta educativa coherente con una dirección específica que ha de darse al desarrollo, el que, por tanto, tiene que ser resultado de un acuerdo nacional. Lo mismo tiene que ocurrir con la investigación científica, social y humanística.

Las universidades serán pertinentes cuando sean capaces de coordinar sus esfuerzos, de llegar a acuerdos que creen sinergias para el desarrollo de cada región del país, cuando la sociedad y los demandantes de educación superior estén enterados de los problemas que es preciso resolver y de las disciplinas que es indispensable cultivar en la docencia y la investigación.

 
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