100 días a la deriva
El gobierno panista que tomó posesión el primero de diciembre cumple en estas fechas 100 días de gestión. De sus habilidades para hacer frente a los temporales habla el hecho de que haya sorteado la estela de protestas e impugnaciones que dejó tras de sí la elección del 2 de julio. Quedan, por supuesto, la duda y las preguntas sobre la limpieza de unos comicios presidenciales empañados por el voto clientelar (como el de las maquinarias del SNTE, que finalmente definieron los números), sobre el financiamiento del delirio mediático que convirtió al país en una arena de linchamientos y, más que nada, sobre los límites del poder presidencial, que Vicente Fox, según sus propias declaraciones, utilizó masiva e ilegalmente para derrotar a la oposición. ¿No debería estar compareciendo frente a un tribunal penal? Dudas y preguntas que irán creciendo si la administración no logra, como hasta la fecha, marcar metas que correspondan a los anhelos de la sociedad y encontrar un rumbo que defina sus acciones.
Fijar fechas a la política es un ejercicio tan esotérico como fijar fechas al clima: en política hay días que deciden años y años que merecerían pasar inadvertidos. Pero 100 días son suficientes para mostrar los síntomas de una gestión que hasta aquí sólo alcanza la calificación de reprobada.
Dos son los frentes en los que el gobierno se ha visto exigido o requerido: uno, a pesar de sí mismo, la distribución del ingreso; el otro, por voluntad propia, al que convirtió en la consigna de su bautizo, la lucha contra el narcotráfico. Aparentemente dos esferas desligadas una de otra. Una pertenece al orden social; la otra, al criminal. En rigor, están más entrelazadas de lo que se podría imaginar.
Lo que define el principio del sexenio son los aumentos de precios de los productos de consumo mayoritario. En los primeros 30 días, quienes ganan menos de 9 mil pesos perdieron entre 10 y 20 por ciento de sus ingresos. La explicación de la inflación admite muchas teorías. Pero lo que resulta obvio es que la distribución del ingreso no está en la agenda de quienes llegaron al poder el pasado diciembre. No está en la agenda por razones hoy manifiestas: se trata de un gobierno atrapado por aquellos sectores que desde hace 20 años han hecho imposible la distribución de la riqueza en México, es decir, la formación de un efectivo mercado nacional, condición indispensable para que la economía, y la sociedad en general, puedan aspirar a tener aspiraciones, valga el pleonasmo.
Distribuir la riqueza no significa, como sostuvo la izquierda en las elecciones pasadas, poner el acento en "primero los pobres". Visión anclada en una percepción regresiva de la pobreza. Consigna que siempre podía leerse como: acabar con los ricos, y que forma parte de las utopías regresivas que hoy se multiplican en América Latina. Distribuir la riqueza significa acabar con la pobreza, erradicar las condiciones que impiden que la mitad de la población mexicana participe efectivamente en el mercado. Nada en contra de quienes se enriquecen sobre la base de aumentar la productividad de sus empresas, de propiciar el crecimiento orgánico de la producción, de expandirse a nivel global. Pero poco de esto sucede actualmente.
La concentración de la riqueza en México se debe a: los monopolios industriales y comerciales; los bajos salarios; las raquíticas prestaciones sociales; el gasto corrupto del erario. En ese orden. El tema central que aguarda a la modernización del país en los próximos años es desmantelar la pirámide que impide que las empresas mismas sean las artífices no sólo de la producción económica sino de la producción de la sociedad misma.
Utopía guajira con un gobierno que, desde sus primeros 100 días, se ha rendido ante el corporativismo de Elba Esther Gordillo y ante los monopolios que ofrecen productos significativamente por encima de su precio internacional (teléfonos, gasolina, banca, transporte internacional, etcétera).
Colocar la lucha contra el narcotráfico en el centro de la política nacional conlleva el riesgo de criminalizar a la misma política nacional. Es decir, reducir la Presidencia a una suerte de procuraduría especializada. De ahí la falta de agenda, de proyecto y de rigor político. El tema de la seguridad ciudadana es un problema de orden social, político, moral y, por supuesto, jurídico y policial. Pero es sobre todo un tema ciudadano. Sin la confianza de la ciudadanía es un afán destinado a la autofagia entre fuerzas del orden y narcotraficantes. Y esa confianza no se consigue evadiendo los problemas que la sociedad ha colocado en su propio centro.