Editorial
Avance en la libertad de expresión
La despenalización de los delitos de difamación, calumnia e injurias, aprobada ayer por unanimidad en el Senado de la República, constituye la consecución de una añeja demanda de los informadores, un avance para la libertad de expresión y de pensamiento, y una adecuación, que ya resultaba impostergable, del marco legal a las realidades contemporáneas.
Por principio de cuentas, por las enormes e inevitables cargas de subjetividad que pueden conllevar las apreciaciones sobre lo que constituye o no un acto difamatorio, una calumnia o una injuria, los juicios correspondientes suelen derivar en procesos complejísimos y prolongados en los que se hace necesario recurrir a interpretaciones del lenguaje que otorgan a su vez un vasto margen de discrecionalidad al juzgador. La situación se complica en forma exponencial cuando la querella no se dirime en el ámbito civil sino en el penal, en el que puede haber de por medio penas de prisión, además de compensaciones monetarias, rectificaciones públicas o reparaciones del daño moral.
Pero la objeción principal a la inclusión de los delitos referidos en el fuero penal no es de orden jurisdiccional. El hecho es que esa circunstancia jurídica ha sido esgrimida con deplorable frecuencia para coartar la libertad de pensamiento, de palabra, de expresión y de imprenta, y que los demandantes suelen ser individuos con vastos recursos económicos o detentadores de poder político y mediático. Para ejemplificar la práctica, baste con recordar la querella interpuesta por el empresario textilero Kamel Nacif contra la escritora Lydia Cacho, en la que el querellante contó no sólo con enormes recursos financieros sino también con la complicidad de procuradores y jueces de Quintana Roo y de Puebla, además de la tristemente célebre intervención del mandatario de la segunda entidad, el góber precioso Mario Marín. El caso de Cacho es excepcional porque la opinión pública pudo enterarse de los entramados de Nacif, de Marín y de otros personajes, no para hacer justicia ante un caso de difamación, que la gran mayoría de la sociedad considera inexistente, sino para atentar contra los derechos humanos y la integridad física de la informadora y activista.
Desde luego, sería improcedente reclamar la impunidad para los bien conocidos excesos de informadores y medios informativos contra ciudadanos que carecen de tribuna para hacerse escuchar. Las reformas aprobadas ayer al texto constitucional y al Código Civil no dejan en la indefensión a los afectados por la difusión de datos distorsionados, ofensivos o lesivos para su prestigio y su imagen pública: en el segundo queda estipulada como conducta ilícita la comunicación de información en detrimento de una persona física o moral que le provoque deshonra, descrédito o exposición al desprecio, y se establece la obligación del agraviante de compensar el daño causado mediante reparaciones económicas o desmentidos públicos. Quedan a salvo de acusaciones las opiniones críticas que caen en los ámbitos artístico, literario, histórico, científico o profesional.
Es preocupante, sin embargo, que el Legislativo haya decidido que la difusión de datos verdaderos también puede constituir delito de deshonra o descrédito. Ese detalle deja parcialmente en pie una espada de Damocles que pende sobre los informadores y que debiera ser eliminada por completo. También es de lamentar que no se haya incluido en las modificaciones legales el derecho al secreto profesional, esto es, a no revelar las fuentes de la información.
Habría sido deseable más. Pero la supresión de la calumnia, la difamación y la injuria como delitos penales constituye un avance saludable para la sociedad y para los informadores.