Strindberg, una mirada sicoanalítica
Conocí a Estela Ruiz Milán en París. Llegaba recién casada con Luis Villoro. Formaban una pareja deslumbrante. Nos hicimos amigas de inmediato. A mi regreso a México, años después, nos rencontramos. Estela y Luis ya te-nían dos hijos, Juan y Carmen, hoy excelentes escritores. Entonces se empezó a planear la revista El espectador, analizaba los cambios políticos originados durante el gobierno de Adolfo López Mateos. Contaba con un consejo extraordinario, Fuentes, Flores Olea, García Terrés, González Pedrero, López Cámara, mi marido entonces, y Villoro. Acompañados de sus esposas, los espectadores presentaron en 1959 la revista en Jalapa, con Enrique Florescano, yo archiembarazada de mi hija Alina.
A partir de entonces la amistad se hizo más estrecha y nuestras vidas corrieron siempre juntas. Estuve en su examen de maestría: Estela presentó una excelente tesis sobre Azorín, y entre los miembros de su jurado estaba el temible Antonio Alatorre, quien le recomendó que la publicara. Ella decidió abandonar la carrera de letras y seguir la de sicología. En su tesis de doctorado trabajó sobre la depresión, pues durante muchos años Estela se ha interesado por investigar de manera conjunta los campos de la sicología y la literatura, interés que la llevó a relaborar el libro publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México, apenas tres décadas después; a finales de la década de los 70, le regalé un cuadro de Jaime Goded: representa a un hombre agobiado por la vida, parecido quizá al furibundo y sufriente dramaturgo sueco, el tema del hermoso libro que comento.
Cuando Estela preparaba su tesis, nos intercambiábamos ensayos sobre Strindberg, a quien yo estudiaba para mis cursos de historia del teatro y Estela cuando preparaba su tesis; hablábamos del Hijo de la Sirvienta como si fuera uno de nuestros amigos cercanos que hubiera venido a cenar a nuestras casas la semana anterior; por ello leo con doble interés y deleite los acontecimientos que marcaron la vida de Strindberg, analizados por Estela, y que ya el propio Sigmund Freud había advertido como se lee en el epigrafe: ''(su) genio fue, ciertamente, auxiliado en esta cuestión por su profunda anormalidad psíquica".
La señorita Julia, publicada en 1888, se desarrolla una noche de San Juan en la cocina de una mansión señorial sueca en la que dos personajes, la hija del dueño y su mayordomo, entablan una lucha a muerte marcada por dos guerras, la sexual y la social. Estela explica: ''Las emociones que rigen a los personajes son el odio y el afán de dominio entre el hombre y la mujer en un juego de sadomasoquismo alternado, pero este odio se nutre a su vez en la lucha de clases sociales y surgen así el control y el sometimiento en contraposiciones dialécticas".
De manera sorprendente, las funciones de los personajes y sus roles sociales se trastruecan después del acto sexual. El mayordomo le sugiere a su aristocrática partenaire que se suicide, con lo que: ''la culpa que el mayordomo pudiera sentir se diluye por medio de la proyección: es Julia la que se quita la vida y no él quien la mata. Y también en Julia ocurre el mismo mecanismo, ya que se suicida para llevar a cabo la idea que el mayordomo primeramente le sugiere. Más aún; Julia le pide a él que le 'ordene' suicidarse. Parecería entonces que ella se suicida por someterse obedientemente al mandato de él. La agresión y la culpa se manejan entonces como un juego recíproco de espejos".
Cuando releo este comentario me sorprende doblemente algo que nunca había advertido, la ''orden" que Julia verbaliza para su subordinado, quien ha pasado a ocupar el lugar de dueño, se emite para que ella pueda mantenerse por lo menos dentro de los rígidos parámetros de la jerarquía social que, aunque alterada de raíz por el acto sexual, alcanza a respetar todavía algunos de sus requerimientos.
Me sorprende doblemente porque la joven descastada ipso facto por haberse acostado con un criado pretende recuperar lo perdido acudiendo a ese clásico intercambio entre las clases sociales en la que una de ellas manda y la otra obedece. Julia ordena pero a la vez acata la orden que ella misma ha verbalizado y retoma el criado obedeciéndola, y al acatarla reitera su ambigua condición y reproduce la clásica pareja del amo y el esclavo que con tanta elocuencia elaboraron en sus textos el marqués de Sade y Diderot. Aún más, hubiera sido difícil que este triunfo del mayordomo se hubiera concretado si ella no hubiese sido mujer.