Usted está aquí: domingo 25 de febrero de 2007 Opinión Escándalo

Carlos Bonfil

Escándalo

Ampliar la imagen Cate Blanchett (izquierda) y Judi Dench, en una escena del filme Escándalo, del cineasta Richard Eyre Foto: Reuters

En la galería de personajes sicológicamente turbios que Hollywood solía exhibir, a mediados de los años 60, para señalar cierta amplitud de criterio, figuraba la villana lésbica: una mujer por lo general madura, solterona o divorciada, agria de carácter, hombruna, exhibicionista por desafío, ávida de seducir y dominar a alguna joven que valientemente ofrecía resistencia.

Al final de tal despliegue de relajamiento moral, venía el escarmiento social, a menudo inclemente, y todo regresaba al orden. Muchos cinéfilos recordarán a las parejas lésbicas en La mentira infame (The children's hour; Wyler, 1962), El asesinato de la hermana George (The killing of sister George; Aldrich, 1968) o La piel del zorro (The fox; Rydell, 1968). Los estereotipos quedaron firmemente anclados: la joven seducida podía también ser calculadora, humillar a su compañera de ocasión, destruirla moral y socialmente, y regresar luego a los brazos de un hombre. El desenlace común para la lesbiana transgresora era el retorno al clóset, la pérdida de toda visibilidad, el ostracismo vergonzante, o el suicidio.

Cuarenta años después, la cinta británica Escándalo (Notes on a scandal), de Richard Eyre, recurre todavía a estos estereotipos, pero gracias a la maliciosa pluma del dramaturgo y guionista Patrick Marber (Llevados por el deseo/Closer; Nichols, 2005), el retrato de Barbara Covett (Judi Dench), lesbiana sexagenaria capaz de cualquier bajeza para seducir a una joven maestra heterosexual Sheba (Cate Blanchett), gana en complejidad y en matices.

Si algo muestra con claridad la cinta es el estigma de la edad y las estrategias que emplea una mujer madura e inteligente para desafiar al medio social que la rechaza. El tema central es la relación de Sheba con un alumno adolescente, una transgresión mayor y socialmente más reprobable que la reciprocidad amorosa que Bárbara, testigo del affaire, llega a solicitarle a la joven maestra a cambio de su silencio.

A partir de la novela homónima de Zoë Heller, el guionista describe, en diálogos acerados, la seducción amorosa como un juego de masacre. La rutina doméstica de Sheba, casada con un hombre al que ama tibiamente y atendiendo sin convicción a sus dos hijos, uno de ellos con síndrome de Down, es un cuadro tan desolador como el de la propia soledad de Bárbara.

Ambas mujeres intentan, mediante la búsqueda erótica, romper con la monotonía de sus existencias, enfrentándose cada una al oprobio social y a la prensa sensacionalista. Poco a poco se difumina la barrera entre víctima y victimario. La villana lésbica empieza a parecerse a cualquier ser deseoso de vencer los rigores de la vejez con todos los medios a su alcance.

Frente a la descalificación y el rechazo de la sociedad, Bárbara recurre al chantaje, a la imposición y al humor corrosivo, muy preferibles, en su opinión, a la invisibilidad y a la resignación patética. Esta actitud de desafío, señalada sobre todo en el desenlace, es lo que marca fuertes distancias con la visión fatalista en las películas sobre lesbianas de los años 60.

Escándalo exhibe también a un puritanismo anglosajón que menosprecia a la carne y férreamente obstaculiza y niega el derecho al placer tanto a un adolescente como a una mujer anciana. En ocasiones, el director carga innecesariamente las tintas, como en la degradación física de Sheba, figura autodestructiva lejos de su familia; indolente, cerca de ella.

Lo que finalmente anima, vigoriza y asemeja a las dos protagonistas es el contacto con el ser deseado. Su frustración mayor es la certeza de que, en este terreno, la reciprocidad es imposible.

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