57 edición de la Berlinale Nava y López hacen el oso
Berlin, 15 de febrero. Desde su rodaje, la producción hollywoodense Bordertown (Ciudad fronteriza), de Gregory Nava, venía precedida de malos augurios, sobre todo por el dispendio innecesario causado por las exigencias de la diva Jennifer López. Luego se difundió el rumor de que había sido rechazada el año pasado por algunos festivales otoñales. Su estreno en la Berlinale vino a explicar porqué.
En teoría, la película sigue la enjundiosa investigación de Lauren Fredericks (Ms. López, claro), una reportera de Chicago, sobre los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y, en especial, a una víctima (Maya Zapata, única intérprete mexicana con un papel importante) que ha logrado sobrevivir un ataque. Para ello, es ayudada por el valiente director del Sol de Juárez (Antonio Banderas, el mexicano honoris causa de Hollywood) y una rica hacendada (la brasileña Sonia Braga) quien advierte que "los indios de México no saben distinguir entre lo imaginario y lo real". También encuentra un rato para seducir a un influyente empresario (el argentino Juan-Diego Botto), dueño de fábricas en la frontera.
Nava nunca se ha distinguido por su eficiencia formal pero aquí evidencia una consternante ineptitud para contar su relato, mientras abusa del zoom y del corte rápido para ocultar sus limitaciones. También se plagia conceptos visuales de películas muy superiores, incluyendo flashbacks en tono sepia al pasado campesino de la protagonista (¿habrá visto Las Poquianchis? Todo parece indicar que sí).
Puesto al servicio de su actriz, el realizador la coloca en situaciones heroicas y/o sexys que hicieron reír a carcajadas al público del Berlinale Palast. A falta de coherencia narrativa, Bordertown exhibe una mirada de turista asustado a problemas reales de la frontera mexicana y, lo que es peor, cae en una demagógica pose de denuncia. Es decir, trivializa el asunto de manera bastante irresponsable. De ahí, los unánimes abucheos con la que fue despedida al final de la proyección.
Incomparablemente preferible fue la coproducción franco-coreana Hyazgar (Sueño del desierto), del director chino Zhang Lu. Mediante un tono contemplativo propio del cine asiático, la cinta sigue la actividad quijotesca de un hombre que planta arbolitos para hacer reverdecer la estepa de Mongolia. En ello, es ayudado por dos huéspedes inesperados, una joven madre y su hijo, que han escapado de Corea del Norte. Todas las acciones están filmadas con tomas muy abiertas -no hay un solo acercamiento- en las que los paneos de la cámara revelan un desarrollo que el sonido ha anticipado.
Tal vez Hyazgar habría sido mejor apreciada de no proyectarse casi al final del festival, cuando la mayoría de los asistentes están cansados y poco receptivos a una narrativa tan pausada. Sin embargo, no hay que perder de vista el estilo zen de Zhang y su curioso sentido del humor minimalista.
La que decepcionó fue la más reciente realización del francés Jacques Rivette, que está por cumplir los 80 años: Ne touchez pas la hache (No toquen el hacha), no repite ni el juego lúdico entre vida y teatro que logró en Va savoir, ni la meditación metafísica sobre la trascendencia del amor en su anterior Historia de Marie y Julien. Más bien se trata del Rivette pedante y discursivo de Jeanne La Pucelle, que adapta un cuento de Balzac como pretexto de una disquisición sobre arte y representación. El reparto mismo no encuentra una uniformidad de registro, entre el dominio teatral de Michel Piccoli y Bulle Ogier, y los muy desorientados Jeanne Balibar y Guillaume Depardieu.