Usted está aquí: jueves 15 de febrero de 2007 Opinión Fiebre 107 grados

Olga Harmony

Fiebre 107 grados

Sylvia Plath es una de esos autores cuya vida y muerte por suicidio superan al conocimiento de su obra. Se la ha visto como una especie de icono femenino y sus desdichas han dado lugar a alguna película y, entre nosotros, a una escenificación anterior a la que nos ocupa creada por el grupo Tapioca Inn con dramaturgia y dirección de Hugo Arrevillaga que no tuvo mayor fortuna. Su poema radiofónico Vacío -en adaptación de Carmen Boullosa- dio lugar a un montaje de Julio Castillo que se ha vuelto legendario en nuestro teatro y sus diarios, publicados primero con notables omisiones por quien fuera su esposo, el también poeta Ted Hughes y luego dados a conocer completos, dan la pauta de esta enamorada de la muerte (''Morir es un arte como todo lo demás/ Yo lo hago excepcionalmente bien") con graves problemas psiquiátricos a la que se mezquinó el éxito en vida. De manera curiosa, su obra más importante, el conjunto de poemas contenido bajo el título Ariel no fue publicado hasta dos años después de su muerte en medio del escándalo suscitado por un suicidio del que no se dudó en culpar a quien la había abandonado.

La dramaturga Silvia Peláez recoge la relación entre ambos poetas en Fiebre 107 grados escenificada por la Compañía Nacional de Teatro en su programa de Mural bajo la dirección de Silvia Ortega. El título de la obra de Peláez se corresponde con el estado febril de la poetisa tras el abandono de Hughes y momentos antes de meter la cabeza en el horno de gas, no sin haber preparado la bandeja del desayuno para sus dos pequeños hijos, a los que protegió de las fatídicas emanaciones con trapos húmedos en el vano de la puerta. Aunque la autora sostenga que su texto no es propiamente una biografía, en realidad se aproxima bastante a ello con sus vueltas al pasado y al primer intento suicida y su reclusión en un hospital psiquiátrico, sus cambios reales de domicilio, las disputas de ambos cónyuges, las menciones a esa Assia por la que la abandonará Ted, en las que mezcla momentos oníricos como es la presencia imaginaria de Ariel o del padre, el rey de las abejas.

Si bien el propósito de la dramaturga es deshacer la idea de la culpa del marido e intentar un equilibrio entre las razones de cada quien, lo que está bien logrado, tiene el defecto casi inherente a todo boceto biográfico dramatizado, que es poner todo el peso en la personalidad de la Plath y su relación con el amado, en lugar de destacar la tenacidad por escribir de la poetisa aun en los peores momentos de su vida, esto es, la autora por encima de sus poemas y novela. El lenguaje de la obra resulta un tanto rebuscado, como si los poetas siempre hablaran como poetas, lo que aleja un tanto al espectador de la intención primordial y de la cada vez más demenciada protagonista. En la escenificación el texto sufre algunos cambios respecto a la edición de La Centena, como es la primera escena en que el poeta habla con la mujer muerta, dando lugar a una retrospectiva de la vida en común, o en la eliminación del segundo médico, lo que habla de una relaboración de la autora en aras de este montaje.

En una escenografía de Auda Caraza y Atena Chávez que muestra varias puertas que al cerrarse o abrirse dan los espacios requeridos por la autora y con una mesa y un par de sillas, Silvia Ortega dirige con un trazo limpio y fluido que sólo se emborrona un poco en el adentro y afuera del vestíbulo iluminado con un foco y los departamentos de la Plath y de su vecino, que no quedan debidamente delimitados, o en el innecesariamente grotesco médico en la escena del estilizado electroshock. Ha cambiado la esencia de la imaginaria Ariel por el de una niña vestida como lo fue Sylvia en su adolescencia, con lo que el efecto simbólico del personaje y las múltiples referencias a la obra shakespereana que hacen los cónyuges pierden sentido. En cambio, cuenta con un excelente elenco, empezando por la estupenda Erika de la Llave como la desdichada y enferma Sylvia, con todos los cambios y matices del personaje. Carlos Aragón incorpora a un sensible y al mismo tiempo evasivo Ted Hughes. Mercedes Pascual es la ambigua -entre protectora y rechazante- Aurelia y Oscar Narváez es un eficiente Otto Plath en sus oníricas apariciones. Rocío Leal, como Ariel, ya no es el espíritu juguetón, sino una niña triste y Héctor Holten bien -excepto como médico- en sus diferentes roles. La iluminación es de Víctor Zapatero, el vestuario de Cordelia Dvorak y la escenofonía de Rodolfo Sánchez Alvarado.

 
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