Mexicanos en París
Entrevistada telefónicamente, a propósito de mi novela Castillos en el infierno, para su Panorama informativo, Guillermo Ochoa me preguntó si los mexicanos nos veíamos en París. Contesté que sí, aunque no como antes. Ese antes que tardó en venirme a la mente unos segundos de más de los que la radio da a quienes hablan en ella. Ochoa los amuebló con rapidez otorgándome informaciones sobre uno de los protagonistas de mi novela, el legendario ''rey Lopitos".
Pero lo que dejó vacío fue ese lapso de recuerdos que vendrían poco a poco. Cierto, ya no es el París de Vargas Llosa en Travesuras de una niña mala, publicado en francés ahora, ni el París de Terra Nostra, de aquellos años cuando acompañaba a Alberto Gironella al taller de Peter Bramsen, donde dibujaba las litografías que acompañarían la edición a tiraje limitado de la novela de Carlos Fuentes.
No, no es el París de Coronel y su lujoso departamento en el Observatoire, de Corzas también desaparecido, de Francisco Toledo con su apariencia de abandono consentido por Bramsen alias el Capitán Nemo, de Cuevas con Bertha y sus hijas en el departamento de dos sexólogos, de Vicente Rojo, de mis adorados Soriano y Marek en cuyo departamento podía encontrarse a María Félix y otros monstruos sagrados, de Carmen Parra preparando un festín de chiles en nogada, de Alfonso Domínguez (nieto de Belisario), de Graciela Iturbide, quien me enseñó a mirar con sus ojos. Tampoco el París de Carlos Fuentes, ni de Cortázar... los latinoamericanos nos reuníamos sin pensar de qué país éramos. Pero ahí estábamos en algunas reuniones: Camacho, Cárdenas, Lam, Felguérez, pintores, y escritores: Sergio Pitol, Elena Garro, Fernando del Paso, Leyva, Flores Castro.
Las devaluaciones del peso, la nostalgia, una ruptura, la muerte, los miedos, qué sé yo, fueron algunas de las causas del retorno al país y de la desaparición de esta constelación en París. Quedan sin embargo, de México, Agueda Lozano, Guillermo Arizta, Carlos Torres, entre algunos.
Varios de los pintores me regalaron cuadros. Algunas telas cuelgan de las paredes del espacio en que vivimos. Dos de esos óleos despiertan la codicia de las personas que nos visitan. Una, de Alfonso Domínguez: unos cuantos pincelazos, blanco, rojo, negro representan una mujer sentada con una pierna nítida que se alza en el espacio oscuro, el rostro se pierde en la negrura, su cuerpo también y, no obstante, se la ve.
El gran pintor nicaragüense Armando Morales quiso comprármela. No está en venta, le dije. Sacó su chequera y me ofreció mil dólares. No, Armando. A pesar de lo que él mismo llama su codería, dijo: 10 mil. No. Sin inmutarse, santo remedio, sacó un cuadernito de apuntes y, con tranquilidad, se puso a copiar la tela de Domínguez con su cara entre de agente de cambio y cómico de la legua mientras me decía: Huele rico el mole, ¿a qué hora cenamos?
El otro óleo que despierta el instinto de coleccionista de las visitas a casa es una tela de Carlos Torres que me ofreció cuando la publicación de mi novela L'autobus de México en Actes Sud: un alegre camión naranja surge de un túnel del que emana una luz blanca entre la negritud que rodea camión y túnel. El efecto de esa luz que parece emanar del negro, envuelta por la noche total de la tela, da una perspectiva que parece alejar al autobús en vez de acercarlo otorgándonos una idea del tiempo que se va.
Carlos Torres acaba de ser nombrado Chevalier de l'ordre des Arts et des Lettres, una de las cuatro más altas distinciones honoríficas de la República Francesa, por el ministro de la Cultura y la Comunicación. Su obra merece esta condecoración.
Sus últimas telas son unos ''Cielos" que evocan los firmamentos aztecas. Estos cielos son de un colorido violento tal como puede verse en México algunos atardeceres sangrientos antes o después del aguacerazo, espacios que atraviesan columnas y pedazos de paredes que se alzan cual tótems para interrogar al Cielo por la suerte de antiguas culturas prehispánicas.