Giuseppe Bertello, el nuncio que se va
Durante sus seis años como nuncio, Giuseppe Bertello ha sido un personaje discreto, con oficio diplomático y cuidadoso al evitar involucrarse abiertamente en polémicas de la sociedad; también ante la opinión pública mantuvo un bajo perfil en las controversias intraeclesiásticas. La forma cuenta: Bertello evitó ser protagónico y obtuvo el reconocimiento y el respeto de los diferentes grupos en el interior del episcopado, así como interlocución del gobierno mexicano, en particular de Gobernación y Relaciones Exteriores.
El papa Benedicto XVI le acaba de nombrar nuncio en Italia por lo que en la segunda semana de febrero dejará nuestro país. Para nadie es un secreto que la diplomacia pontificia cuenta con una larga experiencia, que se remonta al siglo XV, y sabe que la misión de Bertello en México ha concluido. El resultado electoral y el reacomodo de los históricos actores políticos del país abren una nueva fase en la que los intereses de la Iglesia católica enfrentan nuevas circunstancias. No olvidemos que la misión del nuncio, además de la representación pontificia, radica en ser los ojos, los oídos y los brazos de la Vaticano y del Papa.
Siguiendo las directrices de la carta apostólica Sollocitudo omnium Ecclesiarum del 24 de junio de 1969, el papel del nuncio comprende todas aquellas cuestiones que afectan el interés inmediato de la Iglesia en sus relaciones con los diversos estados; de manera especial deberá salvaguardar el libre ejercicio de su misión y proteger los intereses eclesiales locales.
Bertello fue nuncio en los tiempos de la alternancia. Su periodo coincide con el sexenio foxista y felizmente no celebra, públicamente, los provocadores arrebatos religiosos de los funcionarios ni mucho menos los excesos de Carlos Abascal. Toma prudente distancia de una pareja presidencial, provinciana, ávida de reconocimiento clerical. Igualmente, es el representante de dos Papas y de dos dinámicas intraeclesiales distintas; bajo la larga agonía de Juan Pablo II, Bertello lidió con los jaloneos sucesorios y los modos del entonces omnipresente secretario de Estado, Angelo Sodano. Bajo el papa Benedicto XVI, el nuncio vivió transiciones y cambios a veces marcados por las incertidumbres de todo inicio de un nuevo ciclo.
El sentido común nos diría que la labor de Guiseppe Bertello nada tiene de extraordinaria: simplemente realizó su trabajo. Efectivamente, la referencia que dejó Girolamo Prigione en 19 años como representante pontifical, de los cuales cinco fueron como nuncio, es muy gravitante.
Prigione terminó mimetizándose con el antiguo sistema político, formó parte de la clase política, su protagonismo lo condujo a ir más allá de las alianzas políticas con el gobierno e inclusive formó parte del proyecto salinista. Asumió los usos y costumbres de la vieja elite política y sometió de manera autoritaria a la jerarquía mexicana; algunos obispos resistieron con tibieza, pues sabían muy bien que Prigione era apoyado por Sodano, entonces número dos de Roma, quien comulga con la misma visión sobre el papel de la Iglesia. Bajo el gobierno de Zedillo, particularmente parco y reacio frente al tema religioso, la figura de Prigione era insostenible, por ello su relevo, Justo Mullor, declaró recién bajado del avión, a mediados de 1997, que su sello sería "90 por ciento pastoral y 10 por ciento político". Cercano al Opus Dei, el nuevo nuncio enfrentó las redes de intereses político-eclesiásticos creadas por Prigione, entre el PRI y actores religiosos entre los que destacan Norberto Rivera, Onécimo Cepeda y los propios Legionarios de Cristo. La labor de Mullor consistió en apuntalar la institucionalidad de la Conferencia Episcopal Mexicana (CEM) y frenar el linchamiento político religioso que tanto el gobierno como Prigione habían desatado contra los actores religiosos de Chiapas.
Probablemente la mayor fractura entre los obispos se genera en torno al proceso electoral de 2000, ya que la mayoría temía al concepto alternancia. Después de muchos jaloneos y descalificaciones hacia Mullor, el sector prigionista logra su remoción y Sodano envía a México a un personaje de todas sus confianzas: el argentino Leonardo Sandri, quien en mayo asume su cargo e intenta restaurar la política seguida por Prigione. Quizá convencido de la invencibilidad del PRI-gobierno, ni siquiera recibe en la sede de la nunciatura al candidato Vicente Fox, quien declara que "hubo mano negra en la remoción de don Justo". Sandri es precedido por sombras, aliado a los sectores más conservadores de la sociedad argentina y a militares golpistas, sirve de enlace personal entre Saúl Menen y el secretario de estado Sodano. Sandri sólo estará unos meses en nuestro país, pues los resultados de la elección presidencial de 2000 lo colocan en una situación política y diplomática muy incómodas y es promovido por el propio Sodano a ser el "número tres" del Vaticano. Por ello, la labor de Giuseppe Bertello es rescatable, porque ejerce una nueva forma de liderazgo que estabiliza y crea un nuevo clima entre los obispos.
El nuncio Bertello ha favorecido la institucionalidad de la CEM y deja a la cabeza a una persona sensible e inteligente como Carlos Aguiar Retes. Enfrenta con sobriedad los escándalos de los cardenales, la del indiciado Sandoval Iñiguez por lavado de dinero, y los agitados alborotos del cardenal Rivera, destacándose los políticos y los de encubrimiento pederasta. Algunos analistas le reprochan no haber encarado el delicado asunto de la pederastia.
Un nuevo ciclo se abre para la Iglesia mexicana y son deseables nuevos actores e interlocuciones donde el tema de fondo, como apunta Aguiar Retes, ya no sólo es la relación Iglesia-Estado, sino la de la Iglesia con la propia sociedad mexicana.