Usted está aquí: jueves 18 de enero de 2007 Opinión La grieta

Olga Harmony

La grieta

En el volumen que recoge algunos textos dramáticos de Sabina Berman, con el nombre de Puro teatro (FCE, 2004), la fecha de escritura de La grieta se fija en 1987, pero en los programas de mano de esta escenificación en la temporada Umbral, tres siglos de teatro mexicano, de la Compañía Nacional de Teatro (CNT), se pone énfasis en que data de 1985. El detalle puede ser menor, pero la ubicación en el año del terremoto que sacudió la ciudad de México hace que el público se confunda ­escuché a alguien hablar del sismo en la función a la que fui­ y se diluya la aguda sátira que la dramaturga hace de la clase política y el intelectual rebelde que termina por ceder ante el poderoso, que acaba por ser sólo una cabeza parlante que repite el mismo discurso triunfalista, sexenio trassexenio, sin percatarse de la enorme grieta que está punto de derrumbar al país.

Es verdad que muchas circunstancias han cambiado y que ahora no todos los intelectuales y artistas se prestan a la indignidad en que cae el joven poeta en esta despiadada hora; también existen enormes movimientos populares de resistencia al sistema vigente, que cada vez lastima más a la mayoría de los mexicanos (con la amenazante y militarizada represión), pero es incuestionable la perspicacia de la dramaturga, quien se adelantó varias décadas a la realidad de que, sean cual fueren los gobernantes de "la alternancia", la continuidad ­el lema de este sexenio en la publicidad del presidente Felipe Calderón­ del modelo económico neoliberal es el mismo, la grieta existe y esperemos que el derrumbe sea sólo sobre sus cabezas.

Con admirable economía de recursos, Sabina elabora su metáfora política. Le bastan sólo seis personajes para mostrar la prepotencia del Licenciado que encarna el poder casi absoluto en la oficina en que se desarrolla la acción, la lambisconería de sus subalternos, Narváez y Rodríguez, y del ciego ­al que chuscamente se le torga una misión esencial: llevar las cuentas de la oficina y no ver las desviaciones que el Licenciado hace de los fondos­, el arribismo del joven intelectual ante cuyo doblegamiento su esposa prefiere sumirse en su propio Nirvana. Es una espléndida disección de una clase hecha con un afilado bisturí, que mantiene, por desgracia, su vigencia.

Estrenada hace muchos años en el desaparecido Foro de la Conchita, bajo la dirección de Guillermo Haro, que repite, la escenificación se aparta del modelo establecido por la Compañía Nacional de Teatro en cuanto al programa de mano, ahora más convencional y menos precario que el de otros montajes, y los cambios de algunos diseñadores, estables a lo largo de la temporada, como serían los de vestuario, cuya encargada ya no es Cristina Sauza, sino Elia Reyes Moreno ­que viste a Ella con un feo modelito y un horrible sombrero­ y Trajes Kurian; el iluminador es Jesús Cabello y no Víctor Zapatero, además de que se elimina a la productora Cordelia Dvorak, lo que desconcierta, aunque quizá se deba a que tendrá una segunda temporada fuera de los espacios de CNT, con apoyos institucionales y privados, lo que la aleja de otros estrenos de Mural.

La escenografía de Adrián Aguirre consta de las dos necesarias puertas y la ventana de guillotina, con las paredes repletas de gavetas ­una se abre para mostrar el video­, escritorio y sillón de la sala de espera, además de dos sillas giratorias y el perchero, pero carece de la planta a la que se refieren algunos parlamentos, probablemente para acentuar los absurdos de la situación, lo que produce una sensación de agobio que se contradice con lo que los jóvenes solicitantes, y empleados después, han de sentir. La grieta está muy bien lograda y, aunque las cadenas del mecanismo se pueden ver, su constante apertura y la caída del caliche que se acumula son signos ominosos que los personajes se resisten a ver.

Por desgracia, el ácido texto no encuentra sus referentes en la escenificación, a pesar de que los efectos, como es el de la cabeza, son eficaces. Pero los actores ­Diana Luna como Ella, Américo del Río como El, Gabriel Berthier como El Licenciado, Amando Tapia como Rodríguez y Carlos Santín como el ciego, que repite en el papel de Narváez que hizo en el estreno­ parecen carecer de la gracia necesaria y la sustituyen por la estridencia que es lo que predomina en el montaje. Un tono más real, dentro de lo que puede ser la absurda farsa, pondría de relieve sin duda las muchas virtudes de la obra.

 
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