Saliva amarga
Somos una cultura producto del maíz, cuya base nos llevó a construir pirámides y templos en amplias regiones de nuestra patria, nos sostuvo en nuestra búsqueda de conocimiento matemático y astronómico, por ejemplo, en tiempos lejanos. Y hasta nos hizo posteriormente enorgullecernos de nuestra fortaleza dental por su dotación de calcio. Nos llevó a sentenciar que en todos los hogares mexicanos sin importar la condición social, las tortillas son presencia indispensable en la mesa. Su olor al cocerse está inscrito en nuestros primeros recuerdos olfativos y nos hace salivar si tenemos hambre.
La tortilla ha sido una parte esencial de la canasta básica del mexicano por generaciones, por siglos sin cuenta. Y también ha sido la base de un elaborado arte culinario que hace años traspasó nuestras fronteras para instalarse como uno de los más exquisitos del mundo. Pero, en la magra comida diaria de una población empobrecida como la nuestra, resulta difícil aceptar que ese elemento se encuentre hoy en tela de juicio. Que el raquítico aumento al salario mínimo restrinja la adquisición suficiente de este alimento básico en la dieta. Que las leyes del libre mercado lo hayan elevado tan alto como el humo del comal.
Causa dolor y rabia pensar en el campo abandonado durante tanto tiempo mientras los gobiernos apostaron por dejar de apoyarlo. Mejor no producir, sino importar basados en la buena voluntad de quienes no suelen tenerla. O sí la tienen para con sus propios agricultores. Si una de las premisas económicas actuales es prescindir de todo lo que no sea el beneficio inmediato, resulta que nosotros debemos ajustarnos a los designios de una cultura que no tiene raíces de maíz como la nuestra, y que por muchas razones largas de exponer aquí, más allá de los beneficios monetarios, les importa un bledo nuestro dilema. Venderán el grano, sí, y las tiendas de autoservicio venderán tortillas a mejor precio; el volumen obra maravillas para los descomunales productores, por un lado, así como para las empresas comerciales, cuya estructura gigantesca les permite abastecerse sin problema.
¿Pero, qué hay de los habitantes que no viven cerca de un Wal-Mart erigido siempre en sitios con agua, luz y drenaje? ¿Cómo estirar los pocos pesos para allegarse las tortillas necesarias? Se anuncia la inmediata importación del grano, pero no la revisión, tan largamente pospuesta, del abandono al agro. Y, claro, yo no soy experta, pero el sentido común lleva a pensar que en un territorio extenso como el nuestro debería tener un sitio prioritario dentro de los proyectos de nación.
Si fuéramos un país alta y eficientemente industrializado, cabría dedicarnos sólo a elaborar productos. Sin embargo, nos hemos ido comiendo nuestros recursos sin mirar hacia el futuro. Y los hemos comido en sentido real y figurado. No en balde los caricaturistas representan a los ricos como seres gordos, muy gordos. Pero no con la obesidad de la pobreza de carnes flácidas y, finalmente, desnutridas.
Ahora el maíz se emplea en otros países para otros fines; antes era para alimentar a los cerdos, ahora es una fuente de energía (etanol) al mermarse las reservas del petróleo, que desde luego incluye las nuestras que, como el agro, han sido dejadas a la triste suerte de la inercia, nutriendo los gastos del gobierno.
Pero resulta que la base de nuestra alimentación es este cereal, que antes se sembraba como algo natural a nuestros hábitos, y que la criminal ceguera gubernamental de tantos años llevó al estado de cosas actual. El campo hecho de lado por las políticas económicas que llevan a miles a emigrar a las ciudades o al extranjero con la recepción de todos conocida.
¿Dónde está un estadista de altos vuelos que busque revertir este problema? El Rey del ajo siguió siendo rey en sus dominios, pero la inmensa mayoría no nace de casta real. ¿Qué hacer ahora que el mundo ha descubierto no sólo las bondades de la comida mexicana, sino las bondades del maíz para fines que rinden más dividendos? ¿Qué hacer cuando el olor de las tortillas hace salivar, pero el bolsillo está vacío? ¿Qué hacer con esta hambre?