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ESTILO DE VIDA
La economía descubre sus sentimentos
Los ricos son generalmente más felices que los pobres, pero no se hacen más felices a la velocidad que se enriquecen
Ampliar la imagen Para mucha gente es un placer poseer cosas materiales que la gran mayoría no puede alcanzar. En la imagen, niños pobres buscan ser guías de turistas en un barrio de Río de Janeiro Foto: Reuters
Ampliar la imagen El trabajo, para algunos, se convierte en una forma de distracción, como ir a jugar, cazar o viajar Foto: Reuters
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La economía no "es una ciencia divertida", escribió Thomas Carlyle en 1849. No, es "aburrida, es desoladora y bastante miserable y angustiante, que podríamos llamarla la ciencia deprimente".
Carlyle era fino al hablar. Era un cascarrabias meditabundo quien vociferaba contra la industria, el progreso y la ciencia joven, y que procuró explicarlos. El halló que la economía era deprimente no por obvias razones, como su árida aritmética o su melancólica preocupación con la escasez y sustancia. En cambio, él se volvió contra ella porque estaba demasiado casada con la idea de la felicidad.
La economía de estos días tomó el ejemplo de Jeremy Bentham y su filosofía "utilitaria", y calculó la felicidad, o la utilidad, como la suma de los buenos sentimientos menos malos, y señaló que la búsqueda del placer y de la negación del dolor eran las primaveras exclusivas de la acción humana.
Incluso se pensaba en inventar un hedonímetro, una "máquina sicofísica" que registraría las altas y bajas de los sentimientos humanos como un termómetro lo hace con la temperatura.
Los economistas, se quejaba Carlyle, soñaban que el hombre era un "equilibrio de hierro muerto sobre el que pesaran los dolores y placeres".
El hedonímetro nunca fue inventado, y por un siglo o más los economistas guardaron silencio sobre ambos pesos en las escalas del hombre. Estudiaron el comportamiento exterior, pero no los sentimientos; las decisiones fueron tomadas, pero los placeres olvidados.
Pero en años recientes, los economistas se han mostrado confiados de que pueden medir la utilidad como Bentham la concibió: una cuantía del placer o el dolor.
¿Cómo lo hacen? La mayoría sólo le pregunta a la gente. Daniel Kahneman, un sicólogo de la Universidad de Princeton, quien ganó el premio Nobel de Economía en 2002, considera que la gente no es tan misteriosa o menos chismosa como los economistas piensan. "La opinión que el hedonista expresa no puede ser medida", señaló junto con varios de sus colegas. Generalmente la gente sabe cómo se siente en cierto momento, en una escala del cero al 10.
Esta bofetada de rumores no es ciencia; los nuevos "hedonímetros" pueden llamarla otro tipo de evidencia, mucho mejor calculada para impresionar. Ellos pueden ver en ojos de la gente, o mejor aún en sus cerebros. La gente que confiesa sentirse feliz también sonríe más que otra. Y no mienten: sonríen con sus ojos (una contracción de los orbicularis oculi o músculos faciales), no sólo con sus bocas.
En este sentido, el experimento más notorio de Kahneman tuvo lugar en un hospital de Toronto, hace casi una década. El y uno de sus colegas interrogaron a pacientes a quienes se les practicaría una colonoscopía (que consiste en que una sonda pasa por el recto) para saber el nivel de molestia minuto a minuto. Después, fueron interrogados sobre cómo se sintieron con el experimento. Las respuestas fueron sorprendentes.
El experimento provocó una terrible impresión en el paciente "A", cuya molestia duró menos de 10 minutos, que en el paciente "B", que sufrió por 24 minutos.
Los recuerdos de los pacientes fueron representados con colores. La duración del dolor no parece tener mucha diferencia. Los pacientes estuvieron más felices con la colonoscopía que duró más, pero que terminó mejor.
Memorias falibles
Kahneman, quien no es tímido en la extrapolación, piensa que la gente elige repetir experiencias que parecen mejores en retrospectiva de la que hicieron en un tiempo. Contrario a Bentham, los "maestros soberanos que determinan lo que la gente hará no son el placer y el dolor, pero si las memorias falibles de placer y dolor".
Si la gente es mala en recordar sus sentimientos, es también mala en predecirlos. Este tipo de personas fracasan en anticipar cómo una persona siente después de mudarse a una nueva ciudad, el perder un miembro o ganar el jackpot. Los reclusos se imaginan que el encierro puede ser mucho peor de lo que realmente es; las madres suelen pensar que el dolor del alumbramiento es más soportable de lo que típicamente se sabe que es. Y no son sólo situaciones equivocadas.
Según Kahneman, la gente lucha en predecir cómo su antojo por un helado, un yogur bajo en grasas o la música cambiará en el curso de una semana al disfrutarlo. Si un hombre es un equilibrio de hierro muerto sobre el que pesan los dolores y placeres, las escalas son tristemente torcidas.
Como resultado, muchos economistas ahora ignoran una de las disciplinas más queridas del marxismo: de gustibus non est disputandum, uno no se enoja por los gustos. Robert Frank en su libro de 1999 titulado Fiebre del lujo, comenzó con una larga descripción de una parrilla profesional Viking-Frontgate, que es la locura para un cocinero. El consumidor era el rey: si gastaba 5 mil dólares en una parrilla, una parrilla de 5 mil dólares debe ser lo que quería. Asimismo, si escogía X sobre Y o una colonoscopía en lugar de un enema, entonces su decisión debe ser respetada.
Pero ahora, los economistas como Frank y Kahneman disfrutan adivinar con tales opciones, al citar como evidencia a sus hedonímetros.
Diviértanse
¿Y qué consejo ofrecen? En general, los árbitros económicos del gusto recomiendan "experiencias" sobre las comodidades, los pasatiempos sobre las chucherías, hacer en lugar de tener. Frank piensa que la gente debe trabajar menos horas y trasladarse cortas distancias, inclusive si esto significa vivir en casas pequeñas con parrillas baratas.
David Hume sugiere que "las distracciones, que son más duraderas, tienen toda la mezcla de aplicación y atención, como jugar y cazar".
Pero como con cualquier implicación de argumento que involucre a la economía, hay más de un lado para ello. Muchas experiencias exigen un sustancial gasto en comodidades: caballos y pantalones de montar, por ejemplo. Brian Caplan, de la Universidad George Mason, apuntó que muchas chucherías por sí mismas proveen un torrente de experiencias.
Adam Smith pensó que había placer en tener y admirar la artesanía de un reloj bien hecho, incluso si su exactitud extra era un pequeño beneficio práctico. Bentham apreciaba las comodidades, según Negley Harte, historiador de la Universidad de Londres. Su cuerpo embalsamado viste un par de calzoncillos tejidos, a diferencia de la mayor parte de sus contemporáneos.
Antes Frank se burló del último sistema de rasurado de Gillette de cinco hojas, que le recordó la creencia de Benjamín Franklin la cual señalaba que enseñar a un joven a rasurarse, y mantener su hoja afilada, contribuiría más a su felicidad que darle mil guineas para malgastar. El dinero sólo provoca un lamento. El autoaseo libera a un hombre de las "vejaciones de esperar al barbero, y algunas veces de sus sucios dedos, aliento terrible y sus navajas de afeitar".
Richard Layard, un economista de la Escuela de Economía de Londres, da un ejemplo prominente de transformación que algunos tristes científicos han realizado. El hizo sus observaciones en su tratado de 1991 titulado Desempleo, realizado junto con Stephen Nickell y Richard Jackman.
En su portada, el libro presentaba la pintura L'Absinthe, de Edgar Degas: una desalentada mujer y un desaliñado hombre, dos personajes totalmente opuestos. El libro fue dedicado a los "millones que sufren en espera de un trabajo".
Hoy, Layard afirma que el desempleo ya no es el problema social más grande de Gran Bretaña. El número de desempleados británicos que exigen el subsidio es ahora de 960 mil. Pero hay cerca de un millón de personas que reciben beneficios por incapacidad debido a la depresión y al estrés de un trabajo inadecuado.
El libro más reciente de Layard tiene una imagen más vivaz en su portada: un "excéntrico feliz" con un gorro sobre su cabeza y un ramo de flores en su mano. Un despabilado personaje, podría uno decir. Los economistas ambiciosos, como Layard, ya no están satisfechos por el incremento del empleo, ahora quieren que crezca la tasa del placer.
Esto no será tan fácil. La felicidad, como objeto de investigación nacional, apenas ha cambiado en 50 años. Los ricos son generalmente más felices que los pobres, pero los ricos no se hacen más felices a la velocidad de como se hacen más ricos.
Los japoneses están mucho mejor ahora que en 1950, pero la proporción que dice que ellos son "muy felices" no se ha movido. Los estadunidenses también continúan como Alexis de Tocqueville los encontró en el siglo XIX: "tantos hombres afortunados, agitados en medio de abundancia".
Layard y Frank culpan tanto al hábito como a la rivalidad para este estancamiento de moral. La gente crece acostumbrada a lo que tiene, por mucho que de ello haya. Además, tener muchas cosas no es suficiente si otra gente tiene más. Una marea creciente levanta todos los barcos, pero no todos los espíritus.
Para los economistas, esto es una cosa radical. Tradicionalmente, ellos señalan que la gente sirve a ellos mismos y al público en lugar de involucrarse en sus asuntos.
De hecho, esta actitud de política de no intervención es la razón por la cual Carlyle los atacó. La economía, escribió, "reduce el deber de los administradores humanos a dejar al hombre solo". El temía que esta idea radical "destruyera a la mayoría de las instituciones existentes de la sociedad".
Pero Layard comentó que no podemos ayudar a las otras personas en sus asuntos, sin descuidar los nuestros. Hacerlo bien no es suficiente: tenemos que hacerlo mucho mejor que nuestros semejantes. Este estado de ansiedad corre dentro de nuestra naturaleza, dijo.
Importantes funcionarios británicos tienden a vivir más tiempo que sus subalternos, a pesar de las diferencias del modo de vivir, según los estudios de Whitehall II que han sido supervisados desde los años 80.
Para llegar a la cima, muchas personas se esclavizan noches y fines de semana en la oficina. Ganan en posición a expensas de su tiempo libre. Pero al hacer ese sacrificio, también hieren a alguien más que comparte sus aspiraciones, porque esas personas también tienen que renunciar a sus fines de semana.
Frank afirma que a mucha gente le gustaría trabajar menos, si sólo otros hicieran lo mismo. Pero tal medida no puede tomarse unilateralmente. Por el contrario, la gente compite en la "carrera de brazos", sabiendo que si no trabaja duro, perderá su empleo ante alguien que lo haga mejor.
Estas competencias son motivadas sólo por prestigio. Tal como Fred Hirsch indicó en su libro Los límites sociales del crecimiento, en donde señalaba que muchas cosas buenas en la vida son "posiciones". Uno puede disfrutarlas si otros no.
A veces, un auto veloz, un fino traje o una casa atractiva no son suficientes. Uno debe tener el auto más veloz, el traje más fino y la casa más hermosa.
Pensemos en la lucha por las escuelas, señala Frank. Sólo 10 por ciento de los pequeños podrán asistir a las mejores 10 escuelas. En muchos países, donde sea que las escuelas son buenas, las casas serán caras. De esta manera, los padres que quieran la mejor educación para sus hijos deben trabajar más para poder pagar una vivienda en un buen distrito escolar.
Hacer esto, sin embargo, incrementan la presión para los demás.
Nuevo gravamen
Los gobiernos deberían cobrar mucho más impuestos para disuadir el arte que consiste en aventajar a los demás, afirmaron Frank y Layard.
A pesar de las apariencias, este no es un ejemplo desnudo de la redistribución punitiva, o la política fiscal de la envidia.
Frank y Layard no quieren nivelar el orden social. Su objetivo es mucho más conservador que eso. Los impuestos dejarían la jerarquía intacta y la envidia no disminuiría. Pero la gente sería disuadida de actuar sobre el monstruo de ojos verdes.
El problema que estos economistas quieren abordar no es la falta de equidad en sí. Es que la gente no sabe su lugar y trepan en vano para mejorarlo.
Con la corriente
Ir con la corriente no significa que Carlyle fuera flojo. Al contrario, pensaba que trabajar era única medida durable de un hombre. Como él dijo, cualquier idea, ingenuidad y energía que tenga el hombre en sí mismo, "mentirá en el trabajo escrito que hace".
La "única felicidad por la que un hombre valiente alguna vez se preocupó fue la de mantener su trabajo bien hecho".
La economía en su conjunto, no está de acuerdo. Considera que el trabajo es una tarea. La gente vende, a expensas de su tiempo libre, solamente como el medio final de su consumo.
De hecho, Carlyle primero llamó a la economía como la "ciencia deprimente" porque los economistas liberales insistieron que los esclavos estadunidenses fueran libres de vender su trabajo en el mercado como todos los demás.
Para muchas personas, trabajar es como la economía tradicional dicta sólo una manera de pagar la renta. Pero Carlyle no es el único que ve mucho más allá de ello. En una serie de experimentos, Mihaly Csikszentmihalyi, de la Universidad Claremont Graduate, entregó pequeños radios a miles de personas que accedieron a registrar su humor cada vez que fuera posible. La gente estaba poco sorprendida con su felicidad, cuando comían, estaban de juerga o sembrando en el jardín. Pero otra gente afortunada encontró una gran satisfacción de perderse en su trabajo: "olvidarse de ellos mismos en una función", según W.H. Auden.
Es fácil olvidarse de uno mismo en algunas funciones que en otras, claro está. En un poema de Auden, los cirujanos lo manejan como "la fabricación de una incisión primaria", como lo hacen los cocineros mezclando su salsa, o los oficinistas "al completar un pedido de embarque".
Este estado feliz, del cual Csikszentmihal llama "corriente", origina más a menudo en el trabajo tensión en una persona sin derrotarla, por lo tanto el trabajo provee "objetivos claros", "la regeneración inequívoca" y un "sentido de control".
Cuando hay esto, la gente a veces puede esculpir sus empleos para compensar la carencia.
Por ejemplo, Amy Wrzesniewski, de la Universidad de Nueva York, y varios de sus colegas encontraron que los limpiadores de hospital quienes sostienen las manos de los pacientes y les hacen compañía iluminan su día al mismo tiempo que asean sus cuartos.
Otos investigadores se percataron que los estilistas se ven más que unas simples tijeras que cortan el cabello. Ellos sirven como confidentes emocionales para los clientes.
Csikszentmihalyi es ahora uno de tres eruditos detrás del proyecto titulado Buen Trabajo, que tiene el propósito de hacer de la "corriente" una experiencia más en la vida profesional.
El proyecto se preocupa de cómo ajustar las "competitivas demandas de excelencia, éticas y ganancias".
En algunos campos de esfuerzo, como la investigación genética, se encontró que el trabajo bueno fue recompensado con el éxito profesional, pero en otros, el orgullo profesional y el beneficio corporativo parecieron ir en direcciones diferentes.
El periodismo, aparentemente, es "una profesión prototípicamente desalineada", proveída de personal por los reporteros que quieren investigar los grandes asuntos de Estado, pero que es leído por un público que está más interesado en historias que son "escandalosas, sensacionales y superficiales".
¿Qué hacer? El proyecto Buen Trabajo intenta culpar al "mercado" por corromper la artesanía del empleo. Pero los consumidores no pueden ser hechos para querer lo que los productores gustan hacer. Además, "esto es una emoción única de una sociedad de mercado de encontrar que la gente está dispuesta a pagar por el producto de alguien", escribió Deirdre McCloskey en su más reciente libro, Las virtudes burguesas.
Pagar es una forma de aplauso, aun más convincente porque es costoso. Además, cuando usted gasta lo que ganó en el mercado, puede disfrutar el saber que tiró su propio peso" al adquirir el producto nacional.
Si la gente está determinada a seguir sus instintos en lugar de tomar un simple trabajo, algunas profesiones (cirugía, cocina, genética) se habrían sobresaturado, y otras estarían vacías. Pero cuando un trabajo no encuentra suficientes voluntarios, el mercado encuentra las formas para ennoblecerlo; primero con un pago, luego estatus y ser promovido.
Se hace económico automatizar algunos aspectos del empleo, utilizando máquinas para hacer monótono el trabajo duro que los hombres y mujeres no están más dispuestos a tomar.
Lo que queda del trabajo serán lo poco que la gente pueda hacer: las tareas que requieren la perspicacia, el ingenio y el toque humano. McCloskey recordó a un destapacaños de Cincinnati que fue entrevistado hace unos años por la radio nacional pública, y quien ganó 60 mil dólares por año y le gustaba decirle a las muchachas que era un trabajador "ambiental".
El sabio triste
¿Alguna vez Carlyle hizo las paces con la ciencia deprimente? Incluso sus admiradores admiten que su "aversión fanática de los economistas políticos lo retuvo de estudiar sus trabajos "o apreciar sus avances.
Pero como cualquier economista podría haber advertido, él tenía mucho para agradecer a la sociedad comercial. Al haber descubierto su vocación como un escudriñador cultural, eventualmente aseguró a una audiencia, un mercado y hasta la oferta (la cual fue rechazada) de abadía de Westminster como su última morada. En los periodos del rápido progreso, eso parece, los reaccionarios obstinados al menos disfrutan de un cierto valor de escasez.
Traducción de textos: Erik Vilchis