El violín
Hablemos este último día del año del cine mexicano que no podemos ver. Hablemos de una película notable que en este momento se exhibe y premia en Europa, sin encontrar aún distribuidor en su país de origen. Hablemos de El violín, primer largometraje de ficción de Francisco Vargas, egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica, realizador también de dos cortos (Hay mo-mentos, de 1998, y Conejo, de 1999) y un documental, Tierra caliente... se mueren los que la mueven, de 2004.
Hablar hoy de esta película, presentada con gran éxito de público y crítica en el pasado Festival Internacional de Cine de Morelia, pero no incluida en la última Muestra Internacional de Cine de este año, en una situación de enlatamiento virtual hasta nuevo aviso, equivale a resaltar, de paso, la suerte de múltiples películas (de jóvenes realizadores independientes o de autores reconocidos, como Hermosillo, Ripstein) que corren el riesgo de no llegar jamás a la cartelera comercial.
Un rápido balance del Instituto Mexicano de Cinematografía refiere que en el sexenio foxista se produjeron 213 películas, de las cuales 77 (la tercera parte) siguen enlatadas. A esto cabe añadir el desinterés creciente del público local que deja de ver cine mexicano para consumir indiscriminadamente la oferta hollywoodense o entregarse de lleno a la oferta, más floreciente aún, del video pirata.
Esta situación no tiene visos de mejoría en el futuro cercano, particularmente porque al desinterés del público se suman las vacilaciones hacendarias para apoyar la producción fílmica nacional y el claro desdén oficial del cine (rezago de la cultura, espectáculo maquila), manifestado de modo transparente en el intento foxista por hacer desaparecer lo que aún queda de infraestructura fílmica en México.
El violín es una cinta ya reconocida por su calidad y fuerza dramática en diversos festivales internacionales. El argumento, del propio Francisco Vargas, relata la historia de don Plutarco (Angel Tavira), un anciano volinista que se ve atrapado en los enfrentamientos entre el Ejército mexicano y la guerrilla. En compañía de su hijo Genaro (Gerardo Taracena), quien toca la guitarra, y de su nieto Zacarías (Octavio Castro) recorre poblaciones campesinas ganándose el sustento, mientras en la región cunde la revuelta contra el gobierno.
Al ocupar el Ejército el poblado de don Plutarco y ganar su hijo la sierra como combatiente, el anciano logra cautivar con su música a un militar, por lo cual establece entre ambos una extraña relación de complicidad y recelo mutuos, que el director maneja de modo convincente y con solvencia dramática.
El prólogo de la cinta es brutal: muestra a miembros del Ejército interrogando a campesinos con humillaciones y torturas. Sin que se mencione de manera explícita, se entiende que la acción transcurre durante el periodo de la guerra sucia, en los años setenta, y en una región que pudiera ser la sierra guerrerense. Es claro para el espectador, sin embargo, que la región y la época han quedado indeterminadas por la sencilla razón de que las circunstancias de pobreza extrema y de rebelión incipiente son tan vigentes hoy como hace 30 años.
Así se percibirá la cinta en México y así se percibe ya en el extranjero. Con todo, Francisco Vargas evita cuidadosamente el propósito panfletario, la cinta de denuncia. Y aunque el tono es casi documental, lo que prevalece, además de la frescura de las interpretaciones, es un lirismo acentuado que transforma a la cinta en una parábola de la brutalidad castrense domesticada temporalmente por la fascinación artística.
En una entrevista señala el director: "En México hay un desgaste en la temática de las películas. Son fórmulas que funcionan: historias de amor de la clase media, fórmulas que hay que seguir. Pero hay otro tipo de propuestas, otras temáticas y otra forma de hacer cine". (Amanda Rueda, Cinémas d'Amérique Latine).
El violín ensaya estas opciones y toma distancias con la fórmula rutinaria. Su estilo visual y narrativo cautiva de inmediato: una fotografía en blanco y negro (Martín Boege y Oscar Hijuelos) registra el paisaje rural sin preciosismo ni color pintoresco, de modo declaradamente realista. Don Angel encarna en don Plutarco una faceta posible de su propia vida, músico desde la adolescencia, cuando pierde su mano derecha y debuta a los 80 años como actor en esta historia de los estratagemas ingeniosos para burlar por un momento a la barbarie.
Su interpretación es memorable. Queda abierta la pregunta de por qué esta cinta sigue hoy ignorada en México; queda abierta también la sospecha de que su mirada crítica a la realidad social sea, hoy más que nunca, una de las razones de su enlatamiento comercial.