Usted está aquí: jueves 28 de diciembre de 2006 Opinión Torpedos

Soledad Loaeza

Torpedos

Dos decisiones recientes del Congreso dan prueba de que los partidos políticos no están dispuestos a sacrificar sus intereses particulares en aras de causas generales. La primera de ellas fue descartar el punto de acuerdo propuesto por el Partido Alternativa para disminuir en 20 por ciento el monto de los recursos que el presupuesto destina a los partidos. Unos días más tarde el Senado desechó el incremento al impuesto a los refrescos que los diputados habían votado. En ambos casos el argumento fue el mismo: las reformas modestas son inútiles cuando los problemas son grandes, porque su solución demanda cambios generales mucho más ambiciosos y de gran alcance. Por consiguiente, en lugar de reducir el financiamiento de los partidos, que la opinión pública considera escandaloso, o aumentar el costo de refrescos perjudiciales para la salud, los legisladores del PRI y del PRD pronunciaron discursos perfectamente intrascendentes, en un caso, sobre la reforma del Estado, y en el otro, sobre la reforma fiscal que nos tienen prometida, para torpedear cambios pequeños en nombre de grandes proyectos cuya realización exige negociaciones complejas y caras. El desempeño reciente del Poder Legislativo indica que al elegir lo grandioso frente a lo modesto, en realidad lo que han hecho los legisladores es mandar las reformas a las calendas griegas.

No es de sorprender que los priístas se hayan opuesto a los cambios. En su caso la protección del statu quo es un reflejo condicionado. Incluso cuando eran mayoría reaccionaban con hostilidad a las propuestas de presidentes reformistas que en más de un caso tuvieron que imponerse al partido: era más difícil convencer a la CTM de que votara cambios que el jefe del Ejecutivo consideraba necesarios, que a los opositores del PAN o del Partido Comunista Mexicano. Así ocurrió en 1977 con la famosa LOPPE. Tampoco es de extrañar que los perredistas se hayan negado a la disminución del financiamiento público a los partidos. Lo hicieron pese a la obvia contradicción que supone discursear a favor del apoyo a los intereses populares y defender los privilegios concretos de la elite política de la que inevitablemente forman parte, mismos que tal vez utilizan en beneficio personal. Lo que es seguro es que con esos recursos alimentan las redes clientelares y corporativas que le han arrebatado al PRI. Así que, al igual que los priístas, los perredistas defendieron el statu quo, aunque por razones diferentes.

Nuestra historia política es rica en ejemplos de anuncios estruendosos de supuestas grandes decisiones que resultaban más efímeras que la flor de un día. Muchas fueron las veces en que los líderes de las centrales obreras proclamaron la formación de un gran bloque obrero, o de una megacentral de trabajadores, y si acaso llegaron a formarse, sus efectos sobre la autonomía sindical frente al Estado, o sobre la estructura del régimen corporativo, fueron mínimos. En contraste, también hay muchos ejemplos de cambios en apariencia intrascendentes que, sin embargo, tienen consecuencias de largo alcance. Poco se han estudiado los efectos sobre el proceso de democratización de la reforma de 1982 al artículo 115 constitucional relativa a la participación fiscal de los municipios. Sin embargo, cuando se incrementaron los fondos del presupuesto municipal también aumentó el interés de los ciudadanos de participar en el gobierno local: la disponibilidad de recursos fue un poderoso incentivo para la competencia política. No en balde los municipios fueron el primer escenario de la pluralización política.

Las pequeñas reformas que rechazaron los legisladores hubieran podido abrir el camino hacia cambios de mayor envergadura cuya discusión directa despierta antagonismos profundos. Pensemos, por ejemplo, en las airadas reacciones y las larguísimas disquisiciones teóricas que hubiera suscitado el tema de la intervención de los medios en las campañas electorales. En cambio, el punto de acuerdo propuesto por el PASC permitía abordar ­y atacar­ este espinoso asunto en forma indirecta. Con menos recursos los partidos se verían obligados a racionalizar su gasto en publicidad. Una presencia dosificada en la radio o la televisión llevaría a los políticos a vigilar sus apariciones electrónicas para ajustarlas a tiempos limitados, tendrían que pensar mejor lo que quieren decir para no desperdiciar segundos, el ahorro de tiempo los forzaría a hablar con precisión, o a callarse. Para lograr estos objetivos, a la mejor hasta se ponían a leer libros. Entonces tendríamos un mejor y más responsable personal político.

Los legisladores parecen creer que sus incoherencias o los presuntos móviles de sus decisiones pasan inadvertidos para la opinión pública. Sin embargo, las encuestas sugieren que no es así. Los miembros del Congreso están claramente asociados a sus partidos políticos y la imagen pública de éstos es muy pobre. Los ciudadanos desconfían de ellos, pero al mismo tiempo consideran que son casi tan poderosos como el Presidente de la República. Mala cosa, esta combinación de la imagen de poder que proyectan los partidos y el recelo que despiertan, porque en lugar de ser los pilares de la democracia se están convirtiendo en los torpedos del cambio.

 
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