Usted está aquí: domingo 24 de diciembre de 2006 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Colaciones

1 Follaje: Para la última semana de diciembre los fresnos de la avenida Ocho habían perdido casi todo el follaje. En sus ramas desnudas se posaban la bruma y el silencio; por los caminos marcados en sus troncos ascendían insectos solitarios, morosos, pardos.

En contraste, a unos metros de allí, sobre la reja del asilo brotaba una floración extraña y retorcida: las manos de los ancianos. En el cuenco de las palmas donde eran ya ilegibles las líneas de la vida, el amor y la fortuna iban cayendo monedas, trozos de pan, galletas, golosinas.

Durante las horas de recolección los viejos sostenían una batalla cuerpo a cuerpo para defender, a base de empujones y codazos, su conquista de un espacio en la primera fila. Todos deseaban estar lo más cerca posible de la calle, hacerse visibles, sacudir a quienes pasaban a toda prisa y sin mirarlos para no ver en sus rostros decrépitos un espejo orientado hacia el futuro.

Sin personal de guardia que los obligara a respetar las normas del asilo, los ancianos permanecían junto a la reja hasta el amanecer del 25 de diciembre. Envueltos en trapos que les daban aspecto de espantapájaros, ateridos, dormitando a ratos, se mantenían con las manos extendidas.

Al despertar y mirarlas, sólo encontraban la dádiva obsequiada por la noche: el brillo del relente; sin embargo, se decían afortunados, porque bajo la capa de humedad se dibujaba, terca y sutil, la línea de la vida.

2. El elegido: Abuelos, padres, hermanos, tíos, primos, vecinos: todos acabaron por reconocer que si Abelardo nació distinto al resto de las personas era porque Dios le había trazado un destino: actuar en las celebraciones religiosas de fin de año. Comprendieron el sentido de aquel designio en diciembre de 1983, cuando el último grupo de emigrantes ­desde niños hasta adultos­ abandonó Picones. Al dolor de la separación, los ancianos y las mujeres piconenses sumaron otra inquietud: ese año no habría quien encarnara los personajes de las pastorelas que tanto prestigio les habían ganado entre los pueblos vecinos. El comité de festejos aplicó toda su imaginación y una buena cantidad de dinero en confeccionar disfraces para darles a los viejos y a las mujeres aspecto de pastorcitos, leñadores, ángeles y diablos.

Faltaba por ver quién haría el papel de Niño Dios. Las circunstancias determinaron que los miembros del comité votaran por unanimidad en favor de Abelardo: no había otro bebé en Picones, y además presentaba una ventaja: la capacidad de permanecer inmóvil, callado, sin tomar alimentos durante las horas de escenificación.

El privilegio compensó a los padres de Abelardo por los meses en que habían tenido que soportar las expresiones de lástima y horror derrochadas por sus coterráneos ante la cuna del recién nacido.

Abelardo no defraudó a los organizadores, maravilló a la concurrencia, atrajo nuevos públicos y llegó hasta el final de la temporada gloriosamente envuelto en un extraño y ácido olor de santidad.

3. Reunión de familia: Amancia se detiene a mitad de la sala-comedor y sonríe complacida al ver que todo está listo para celebrar la Nochebuena. En el aire entibiado por el calor que sale del horno flota el aroma del ponche. Al pie del árbol, envueltos en papeles coloridos y brillantes, se apilan los regalos marcados con los nombres de los destinatarios. Sobre el dintel, la corona de pino sugiere la hermosura de un paisaje nevado.

Sobre la mesa, cubierto con el mantel de nochebuenas que su abuela y su madre bordaron, está la vajilla china con filos dorados. En el centro, junto al frutero y el plato de castañas, la botella de sidra guarda la rebelión de la espuma. En las copas y vasos se multiplica el brillo de las luces que se derraman en cascada desde lo alto del candil.

Ya sólo faltan sus invitados: abuelos, padres, hermanos, primos, tíos. Llegarán a la cena puntuales en cuanto Amancia extraiga sus retratos de las cajas donde los tiene guardados todo el año. Los llevará a la mesa y los colocará en los sitios que hace muchos años nadie ocupa. Al final, rodeada de presencias silenciosas y lejanas, la anfitriona sacará lo mejor de la cena: sus recuerdos. Entre todos buscará uno en que aparece niña, ajena a las conversaciones, ansiosa de sentir por vez primera la cosquilleante espuma de la sidra.

4. Bibelot: Las voces de los viajeros y el rumor de las maletas rodando sobre el mosaico llenaban la sala de vuelos nacionales. "Señorita Yolanda Raga, favor de presentarse en el módulo de informes". El nombre me recordó a mi mejor amiga en San Luis Potosí. Si no era ella tenía que ser su hija o su nieta, porque el apellido Raga no es frecuente.

Sentí curiosidad y me acerqué al módulo. No apareció nadie parecido a Yolanda. La recordaba muy bella, alta, delgadísima, con el cabello negro salpicado por un mechón blanco, que era el sello de la familia Raga. Cuando salíamos de la escuela los muchachos iban tras ella como si ni yo ni nadie más existiera.

Una vez le pregunté qué sentía de ser tan bonita. No me contestó ni hizo falta: lo supe con sólo mirar su sonrisa y el abandono con que levantó los hombros, como si no le concediera importancia a sus dones.

Hija única, su padre era médico y su madre voluntaria de cuanto hiciera falta. Cada diciembre mi amiga viajaba a Nuevo Laredo para celebrar la Navidad con sus abuelos. Yo esperaba su retorno con ansia de ver su ropa nueva comprada "del otro lado" y los juguetes que Santa Clos le había puesto en su inmenso zapato. Me justificaba con una mentira de no poder mostrarle ningún obsequió navideño: "No recibí nada porque a mi casa sólo llegan los Santos Reyes".

El último diciembre que nos vimos, en cuanto regresó de Nuevo Laredo, Yolanda me mandó llamar para mostrarme lo que Santa Clos le había puesto en su zapato. Era una muñeca primorosa, vestida de azul, con el cabello negro rizado y los mismos ojos verdes de mi amiga.

Ansiosa de jugar con la muñeca, me acerqué a la caja donde estaba guardada; pero Yolanda me prohibió tocarla: "¡Déjala! ¿No ves que es un bibelot?" Ignoraba el sentido de esa palabra pero, por la forma en que Yolanda la pronunció, supuse que debía significar algo muy importante.

Tuve que conformarme con sólo mirar a la muñeca mientras Yolanda, valida en su derecho de propiedad, le acariciaba el cabello o le recomponía el vestido orlado de encaje. Cuando se cansó hizo un comentario: "Mi papá dice que yo soy tan bonita como mi bibelot". Luego me dio la que fue una pésima noticia para mí: "No volveré a nuestra escuela porque nos vamos a vivir a Nuevo Laredo".

Todos salimos a despedir a la familia Raga. Cargada con la caja donde iba su muñeca, Yolanda apenas tuvo tiempo para decirme adiós. Nunca volví a verla a pesar de que sus padres les hicieron prometer a los míos que en cuanto fuera posible me llevarían a visitarla.

En el pasillo del aeropuerto volvió a escucharse el llamado: "Señorita Yolanda Raga, favor de presentarse en el módulo de informes". Las personas que estaban junto a mí se apartaron para dejarle paso a una anciana muy alta, con un mechón blanco en la frente, que avanzaba con el auxilio de un bastón. Enseguida reconocí a Yolanda. Sentí deseos de acercarme para identificarme, pero no lo hice; tuve miedo de provocarle demasiados recuerdos.

Me oculté mientras Yolanda terminaba de hacer un trámite en el módulo. Después, cuando la vi alejarse sola, apoyada en su bastón, imaginé al hermoso bibelot guardado en su caja y protegido de la acción corrosiva del tiempo.

 
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