Editorial
ONU: la década de Annan
Kofi Annan, el séptimo secretario general de las Naciones Unidas, enfrentó durante su gestión circunstancias contrastadas. En buena medida, el ghanés debe su llegada al cargo, en enero de 1997, al gobierno de Bill Clinton, y puede atribuir a la administración de George W. Bush las enormes dificultades que enfrentó en su segundo periodo.
En sus primeros cinco años, el diplomático ghanés se empeñó en una reforma sobre todo administrativa de la ONU, reforzó las acciones orientadas a impulsar el desarrollo de las naciones más pobres e involucró al organismo en temas impostergables como la lucha contra el sida, las preocupaciones ambientales, la promoción de los derechos humanos, la defensa de grupos vulnerables y discriminados, la participación de organismos de la sociedad civil en la toma de decisiones y la necesaria humanización de las reglas implacables y depredadoras que rigen la globalización en curso.
En 2000, Annan presentó el informe Nosotros los pueblos: la función de las Naciones Unidas en el siglo XXI, que instaba a los estados a comprometerse en el combate a la pobreza y la desigualdad, el fortalecimiento de la educación, el acotamiento del VIH, la protección del medio ambiente y la erradicación de la violencia. El documento fue la base de la llamada Declaración del Milenio, aprobada por jefes de Estado y de gobierno en la reunión cumbre que tuvo lugar en la sede de la ONU en septiembre de aquel año. Ese primer periodo esperanzador y auspicioso del diplomático ghanés se saldó con un Premio Nobel (noviembre de 2001) compartido entre él y el organismo internacional al que ha encabezado en esta década.
Para entonces, sin embargo, el entorno mundial estaba siendo profundamente trastocado por los atentados del 11 de septiembre de aquel año contra las Torres Gemelas de Nueva York y el edificio del Pentágono, en Washington, y por la reacción militarista y autoritaria de un gobierno conservador que había visto transcurrir sus primeros nueve meses en la mediocridad y la falta de ideas: los ataques del 11-S dieron a la administración de Bush la oportunidad inmejorable de convertir en un proyecto de dominación mundial las fantasías de la ultraderecha estadunidense, y unas semanas más tarde la aviación de las barras y las estrellas bombardeaba un país que ya estaba destruido por una sucesión de guerras Afganistán y los asesores presidenciales imponían severas restricciones a las libertades y las garantías individuales a un Congreso apabullado por su propio vacío conceptual y por la dimensión de los atentados.
El mundo viró a una circunstancia de horror y la Organización de las Naciones Unidas hubo de asistir, en plena impotencia, a la invasión ilegal e injustificada de Irak por fuerzas estadunidenses e inglesas. El margen de maniobra del organismo multilateral y de su principal funcionario se vio gravemente disminuido, la agenda mundial viró de los temas ambientales y de desarrollo a una guerra delirante, impulsada por Washington y Londres, contra un enemigo fantasmagórico y ubicuo, y la legalidad internacional fue sistemáticamente quebrantada por la principal potencia política, militar, económica, tecnológica y diplomática del planeta, cuyo presidente empezó a ver en la ONU un estorbo más que un instrumento capaz de dar paz y estabilidad al mundo.
Para colmo, la inveterada corrupción en el seno mismo de la organización ampliamente documentada desde 1969 por el diplomático uruguayo Nelson Iríñiz Casás se mantuvo, e incluso se incrementó, durante la gestión de Kofi Annan, y llegó hasta grados escandalosamente próximos al secretario general: su propio hijo, Kojo, se vio involucrado en otorgamientos de contratos irregulares en el contexto del programa Petróleo por Alimentos, que permitía a Irak abastecerse de productos de primera necesidad sin violar las sanciones que le fueron impuestas tras la primera guerra del Golfo Pérsico (1991). El gobierno de Bush y las derechas internacionales decidieron explotar a fondo el tema para debilitar aún más la ya menguada autoridad de Annan y para cuestionar la utilidad misma del organismo internacional.
La aguda hostilidad de la Casa Blanca contra la ONU se manifestó con toda claridad cuando el atrabiliario e incontinente John Bolton, quien en repetidas ocasiones había argumentado, entre otras lindezas, que las Naciones Unidas "en realidad no existen", fue designado representante de Estados Unidos ante el organismo.
Así, por circunstancias que han sido en buena medida ajenas a su voluntad, el ghanés deja, al final de su encargo, una institución internacional debilitada, disminuida, estancada en el proceso de reformas internas, con un Consejo de Seguridad anclado en su condición antidemocrática de origen y con una agenda desvirtuada. Hoy en día la ONU, en vez de coordinar los esfuerzos mundiales para el desarrollo, la protección ambiental y los derechos humanos, y en lugar de emprender iniciativas contra el hambre, la desigualdad y la falta de educación y salud que padece la mayor parte de la población, se ve reducida a administrar los saldos de la catástrofe mundial provocada por el proyecto estadunidense de dominación planetaria.