Ojarasca 116  diciembre 2006

Agua, saqueo y devastación

Ni el campo ni la ciudad
tienen garantía de sobrevivir

Octavio Rosas Landa


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Hoy, para sostenerse, todas las ciudades (de cualquier tamaño) están obligadas a extraer agua del campo y de su propio subsuelo. Conforme crecen su población, industria, edificación y áreas pavimentadas, crecen también su necesidad de agua y la contaminación que es devuelta como basura al campo.

En el último siglo, la ciudad de México ha crecido a un ritmo tal que su expansión obligó a que (hace unos cincuenta años) se comenzara a extraer agua de la cuenca del río Lerma y después del Cutzamala, en el estado de México. Ello significa que más sembradíos, lagos y lagunas, ríos, bosques y especies de animales y plantas desaparezcan o corran peligro y, con ellos, la vida de pueblos campesinos ñahñú, mazahua, náhuatl y mestizos en cuyos bosques y tierras se recupera el agua que bebemos, se producen los alimentos que consumimos y se hace respirable el aire.

La destrucción sistemática de la vida comunitaria y campesina de los pueblos y municipios que rodean la ciudad de México, mediante despojos, expulsiones, conflictos políticos creados y agresiones económicas, provoca que las milpas, nopaleras, bosques y hortalizas se vuelvan pavimento invasor que destruye tierras que antes servían para captar agua y permitían recuperarla, por obra de las mismas comunidades, para producir alimentos y consumir a diario.

Aunque la conservación del bosque que por generaciones han trabajado los mazahuas hoy sirve para llevar casi 20 mil litros de agua por segundo a la capital (supuestamente para dotar a quienes no la tienen), una cantidad semejante al despojo se desperdicia en el subsuelo de la ciudad. Es el deterioro de los sistemas, el hundimiento irremediable de la ciudad por su mayor extracción de agua subterránea, la rotura de tubos de distribución y desagüe que mezcla aguas limpias y contaminadas.

Cuando el agua sí llega a los hogares de los habitantes de la ciudad, está saturada de materia fecal, solventes, detergentes, pinturas, químicos y metales pesados procedentes de viviendas, industria y comercio.

Millones de litros del agua residual del despilfarro industrial y doméstico se arrojan al valle del Mezquital, en Hidalgo, donde comuneros y ejidatarios ñahñú la usan para regar cultivos de maíz, calabaza, chile o alfalfa que consumen ellos y los habitantes de la ciudad de México. Así, ni urbanos ni campesinos tenemos acceso al agua o garantía de sobrevivir.

El crecimiento y hundimiento del Distrito Federal aumentan su necesidad de agua limpia y su desalojo de aguas residuales (desde y hacia regiones cada vez más lejanas). Para bombearlas y transportarlas se volvió indispensable un mayor consumo de energía eléctrica. Esto sirve como justificación oficial para construir más represas, como La Parota, en Guerrero, El Arcediano, en Jalisco o El Cajón y La Yesca, en Nayarit, proyectos que despojan de recursos y cultura a los pueblos indígenas y aumentan la emigración del campo a las ciudades mexicanas y a Estados Unidos, donde, en calidad de jornaleros asalariados por la agroindustria transnacional, producen (en semiesclavitud) alimentos que se exportan a México a precios más bajos que los nacionales, arruinan la economía campesina y, nuevamente, estimulan una emigración que desborda las ciudades y destruye la capacidad ambiental de recuperar el agua.

También cambió el modo de urbanizar el país: en las periferias de sus ciudades crecen proyectos de urbanización salvaje que incluyen, en un solo paquete, las miles de monstruosas unidades habitacionales (casas Geo, Ara, Sadasi, Homex-Beta, Came, etcétera), que impiden una vida humanamente soportable a sus habitantes. Proliferan gasolineras, centros comerciales transnacionales (Wal-Mart, Costco, Sam's), carreteras de cuota, antenas para telefonía celular y las llamadas "tiendas de conveniencia" (Oxxo, 7-Eleven, Waldo's, Extra), que superexplotan a sus empleados, aniquilan el pequeño comercio establecido y ambulante, imponen la modificación de los patrones de consumo de la población, generan millones de toneladas de basura (plásticos, envases, baterías eléctricas, papel y residuos orgánicos) arrojada sin miramientos en terrenos inadecuados y a cielo abierto (barrancas, ríos, lagunas, lotes baldíos), envenenando más el agua, la tierra y el aire. En Alpuyeca, Morelos y en Tlalnepantla, estado de México, existen dos basureros cuya operación, en los últimos 30 años, ha matado de cáncer a decenas de pobladores y enfermado a muchos más.

La crisis ambiental y social de la ciudad de México y la "corona de ciudades, municipios y pueblos" que la rodean es un espejo de la crisis en la relación entre campo y ciudad. Si ya era desventajosa para el campo, tras 25 años de neoliberalismo es casi catastrófica para campo y ciudad. Para "solucionar" la crisis, al gobierno y los empresarios nacionales y transnacionales no se les ocurre sino privatizarlo todo y convertir las áreas rurales que circundan las ciudades en gigantescos basureros, confinamientos químicos peligrosos o incineradores que rebasan el entendimiento ambiental de las autoridades locales y niegan toda oportunidad de que la gente opine o decida su propia vida.

La agresión que supone privatizar el agua es parte de un ataque general contra toda la población porque su control privado posibilita acaparar todos los recursos naturales y producidos. Desde esta óptica, la reproducción de la comunidad rural se considera un estorbo.

Uno a uno, los elementos privatizadores se entretejen y expresan en los cambios a leyes, normas, reglamentos y procedimientos, en las contrarreformas agraria de 1992 e indígena de 2001, las leyes forestal, minera, de aguas nacionales, de bioseguridad, y otras. En programas y planes de un falso combate a la pobreza (Oportunidades), de control de los productores agrícolas (Procampo), de pago por servicios ambientales, de ordenamiento "ecológico" del territorio o la certificación de tierras (Procede y Procecom). En la reorganización neoliberal de instituciones de gobierno, del nivel federal (la Comisión Nacional del Agua), al municipal, con los organismos operadores de agua potable y saneamiento. En un alarmante deterioro de la calidad de vida, la sustentabilidad ecológica, económica, social y política de las regiones. Peor aún, en la criminalización de todas las luchas que se oponen a la corrupción generalizada de autoridades y partidos políticos en abierta u oculta complicidad con narcotraficantes, jerarcas de la iglesia y empresarios. Se trata de perseguir, golpear, amenazar, encarcelar y asesinar a quienes deciden defender su derecho al lugar en que viven.

Por todo el país surgen movimientos populares que enfrentan la voracidad empresarial, la corrupción gubernamental y la desinformación ciudadana. Como la embestida del capital tiene cohesión, la resistencia social debe ser integral. Es indispensable construir información crítica de los aspectos de regresión legal y erosión económica, social, política y cultural provocados por los planes privatizadores, el intercambio de variadas experiencias organizativas contra esta expropiación, y la construcción de alternativas colectivas autogestionarias y democráticas: de ellas dependerá nuestra vida. Nuestras luchas deben considerar todas las escalas (local, regional, nacional e internacional), todas las dimensiones (jurídica, económica, política, cultural y ambiental), todos los grupos (indígenas, campesinos, obreros, ciudadanos, consumidores) y todos los ámbitos de la agresión privatizadora (agua, tierra, aire, biodiversidad, maíz, saberes y conocimientos), para mejor defender a comunidades y pueblos, la autonomía, la naturaleza, el territorio y la vida. Es vital articular las luchas del campo y la ciudad, como ocurre dignamente en Oaxaca y muchos otros lugares de México.
 


Octavio Rosas Landa es miembro del Centro de Análisis Social, Información y Formación Popular (Casifop).



Playa Bagdad, Tamaulipas
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