Usted está aquí: lunes 18 de diciembre de 2006 Opinión Intemperies

Hermann Bellinghausen

Intemperies

1. El hecho desnudo. La selva roja abre el abrazo y más grande aún abre la boca y me devoran laderas de helechos. Las plantas del cacao presumen sus sombreros cubriendo la cuna ovalada del negro y amargo corazón que el tiempo hará dulce y chocolate. La piel de las montañas, manantial en toda su extensión, suda, llora, escurre sustancias. La sierra se abre curvilínea en el descenso y ascenso de un espeso follaje que las horas peinan y despeinan. Las barrancas acuencan metates, y los ojos aventados como piedras que pegan en el fondo son la mano del metate. Los helechos tienden un plumaje de abanico de condesa y blanden la hoja cruda de una espada de baraja. Dedos de duende desdoblan las nervaduras del cuello, nacen hongos como ensalmo, helechos, telarañas, velo verde de la nube blanca, barbas de anciano en miles y miles de rabos de hipocampo extasiado. En horas de niebla, los abanicos exhaustos se rinden al tedio de la abundancia y de las rocas afiladas caen greñas rubias del agua oscura. Bosque de helechos en la humedad perpetua de la sierra boquiabierta.

2. Mirador: Subió guiado por alguien cuya magia compartía. Así de simple. No sospechó que iba a un instante culminante, en sí mismo perfecto aunque siguiera por minutos u horas situaciones de grande dolor, desencanto, tristeza brutal como luego la vida impone, ayudada por la debilidad humana.

Qué paisaje se iba a develar, no importa. No competiría ninguno ­y menos aquel, muy trivial­ con la inmensidad interna que hacía del ascenso un encuentro de pasión a gritos. A falta de palabras, balbuceos, monosílabos, susurros. Fuerte el viento. Las luces de la ciudad, frías y desconcertadas, trazaban a su modo el contorno de las calles, plazas, calzadas y fábricas, los estúpidos centros comerciales. Dejaban al negro las barracas de los desheredados. La vista era esa, pudiendo ser otra cualquiera. Por primera vez en una semana no llovía.

Entre dos parpadeos, el país les había rozado las plantas en un andar cansado y un cosquilleo mezcla de indignación, insubordinación y encantamiento. Al fin del año llegaban al mirador a fundirse en una mirada que, durara o no, existiría mientras vivieran. Lo supieron por el escozor diminuto conquistándolos nervio a nervio y poro a poro sobre el paisaje animado en la piel de la distancia.

Aguardan un millón de pruebas por delante en el miedo, la pesadilla, el peligro, la franja gris de alguna humillación inmerecida. No importa, el momento es pleno, abigarrado, rico en emoción, verdad, y una ternura aún más poderosa que el deseo. Una epifanía sin las ambigüedades del mal. Cogidos de la mano bajo un cielo sin límite, nacen y hacen para no dudar. Si todo en la vida fuera así de redondo y tan feliz.

3. A campo traviesa. Había dejado la provincia de Chang'an hacía sólo tres semanas y ya el vacío en el pecho le gritaba nostalgias y una invencible soledad. En el norte las ventiscas húmedas disparaban diminutas navajas de escarcha contra su pardo y tosco abrigo. Viajaba en una carreta del comerciante Yun, cuya ruta casi coincidía con la de Tu Fu. El destino del poeta embonaba con el de las mercaderías de Yun, viejo conocido en no pocas peripecias. Los ayudantes del patrón, atentos a sus designios, espabilaron su sopor rodante dando enérgicos tirones a las riendas de las bestias.

Yun se apeó de su carro, equipado para dar una razonable comodidad, y alcanzó el carruaje donde viajaban Tu Fu y tres pasajeros más, que a la sazón dormían profundamente. "Amigo Tu, quiero compartir contigo un vaso de vino y un tazón de arroz, pero antes quisiera andar vereda abajo para mostrarte la caída de agua de la montaña de los Tigres".

Tu Fu viajaba, como de costumbre, sentado en el borde del carro, vigía por decisión propia de un viaje interior e insomne que coincidía por casualidad con el del mercante Yun. Accedió, más interesado en el vino y el arroz caliente que en la cascada, pero conocía a Yun, señor de los caminos, y su deleite por mostrar secretos y pequeñas maravillas a sus pasajeros distinguidos, y Tu Fu, aún en desgracia, era poeta de consideración y en todo caso el pasajero más distinguido.

Caminaron sobre rocas y lodazales hasta una boca del bosque de helechos y alcanzaron un estanque. A pesar de su abulia de exilado, Tu Fu no ignoró el esmeralda brillante de la atmósfera en aquel paraje y quizá intuyó un par de versos o un comentario esteticista pero guardó silencio para que Yun, más prosaico y entusiasta, pusiera el fuego a las palabras. "Que paz, amigo Tu. En la ciudad ustedes disfrutan las fuentes que el emperador construyó en cada plaza. Los que vivimos a campo traviesa no conocemos tal bondad, pero los ríos en los caminos superan las fuentes imperiales".

"Es verdad, amigo Yun". La voz de Tu Fu era sincera, si bien melancólica. La alta cascada dispersaba el agua con singular agitación. El río se exclamaba antes de recuperar el curso. Yun sonrió: "Las gentes sencillas también reconocemos la música de la naturaleza". Tu Fu, pensando en el vino y la tibieza del arroz, concedió a plenitud: "Amigo Yun, hoy cambiaría mi vida por la tuya. Tu riqueza es más grande que del viejo emperador. Pero no desgastemos la belleza con nuestra presencia. Regresemos a los carruajes y dejemos a la cascada cantarse a sí misma". Yun, satisfecho de haber impresionado al poeta, lo animó: "Vamos, Tu, que una garrafa de vino oscuro nos espera". Tu Fu aventuró: "¿Y un tazón de arroz?". Yun añadió que sí, que claro.

 
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