Si me quieres escribir
Iluminada, definí a un neurótico como alguien incapaz de empezar cada día con un borrón y cuenta nueva. Despierta con su pasado a cuestas y le lustra los zapatos antes de bañarse y dirigirse a sus quehaceres, así incluyan divertirse y descansar. Un neurótico es alguien incapaz tanto de concentrarse como de distraerse, precisamente porque la carga sobre sus hombros y bajo sus párpados se lo impide. O me lo impedía a mí desde antes y aun después de ser preuniversitaria.
De joven era más huraña de lo que soy. Me ensimismaba en un rincón del patio del Colegio Madrid y era tan reservada que propiciaba el rechazo de mis maestros y mis compañeros. Desconfiaba hasta de los que me tendían la mano, como Anamari Gomis.
Anamari no es de las Islas Canarias, ni particularmente rubia, pero cuando la conocí a finales de los años 60 la llamé Canaria para mis adentros; tampoco era por el tono de su voz, que no es agudo. ¿Sería porque un neurótico tiene instintos de gato y se encorva de susto cuando oye el canto amistoso de un canario? O tal vez era porque el apellido de Anamari suena a nombre de canario, de pecho amarillo, cabeza ladeada y patitas prensadas a la rama delgadita de un limonero. Canta Gomis, canta. Lo cierto es que yo la veía de lejos y envidiaba lo popular que era y lo bien que se sabía llevar con los demás; Anamari no era neurótica.
Era desenvuelta, y desde el principio supo encarrilarse por el camino en el que podía expresarse mejor. Ya para graduarnos, ella de licenciada en letras hispanas y yo de sicóloga, y después de años de no vernos, una tarde nos encontramos en la librería El Agora, uno de los refugios más frecuentados por Juan Rulfo. De hecho, al lado de mi maestro Augusto Monterroso, que coordinaba el taller de narrativa al que yo asistí en la universidad nacional, yo oía platicar a los dos autores y viejos amigos, cuando Anamari surgió de entre los pasillos forrados de estanterías con libros y, tras reconocerme a mí con el gusto de verdaderas amigas, saludó a Rulfo como ex becaria del Centro Mexicano de Escritores, del que él era presidente honorario y se presentó a Monterroso como su admiradora incondicional, con tal efusividad, con una naturalidad tan limpia de neurosis, que despertó mis celos.
A partir de la década de los 80 los encuentros con Anamari se hicieron cada vez más frecuentes y aún internacionales. En una ocasión me invitó a ser jurado del Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí en el que, curiosamente, el mejor de los trabajos era un plagio de Rosa tierno, de Monterroso; en otra, me invitó a dar una charla a sus alumnos en la universidad. Entrado el otoño de 1981 nos encontramos en Nueva York, en una entrevista pública que, en el Center for International Relations en Park Avenue, el doctor Will H. Corral le hizo a Augusto Monterroso, con quien para entonces yo ya me había casado. No me quise quitar el gorro que llevaba encasquetado a pesar de que sabía que bajo techo uno se descubre la cabeza, y mi aspecto de cosaco hizo reír a Anamari, que se doctoraba con una tesis sobre Tristram Shandy. En aquel momento, y a riesgo de dejar ver aún más lo neurótica que era, no fui capaz de explicarle que mi obstinación obedecía a un orden patológico, pues temía que al descubrirme me despojara de la de por sí poca personalidad que, cubierta, pretendía haber logrado manifestar.
Creo que el nombramiento de Directora de la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura con el que Anamari cumplió recientemente, habrá sido el más satisfactorio que habrá tenido por lo que hace a su incursión en la burocracia; pero por lo que hace a sus incursiones en la creación literaria, me parece que tendrá motivos de una satisfacción mayor. A juzgar por su novela Ya sabes mi paradero, puede considerarse una feliz narradora, realista, imaginativa, con mucha gracia y con el corazón bien ubicado. Si se trata de una obra autobiográfica, o incluso si formalmente no lo fuera, Anamari puede sentirse una gran persona, hija, hermana, esposa, madre.
La he visto desempeñarse. Siempre tiene algo agradable o interesante que decir y siempre está lista para tender la mano. Se ha convertido en una presencia que ya no es extraña incluso en momentos de dolor, cuando uno siente que ha perdido todo, hasta a los amigos que, por neurótica, creía que nunca había tenido.