Del periodismo como arte
Dispuesta a releer una páginas del magnífico volumen de Eça de Queiroz, Lettres de Paris (Cartas de París), recién publicado en la colección Minos de las ediciones de La Différence, decidí acompañar este placer con el de un café en la terraza de un bistrot cercano. En efecto, la lectura de estas "Cartas" me había causado la semana anterior un arrebatador regocijo y, antes de escribir esta crónica, quise saborear de nuevo el humor de Queiroz. Así, caminé al café pensando que hay escritores, Alfonso Reyes con sus Crónicas parisienses, Alfred Jarry con La Chandelle Verte, entre otros, que convierten al periodismo en un género literario de primer orden al nivel de la novela, el ensayo, el cuento, la poesía, el teatro. Hay de todo ello en Lettres de Paris.
Eça de Queiroz, escritor portugués, vivió en París de 1888 hasta su muerte en 1900. Ya años antes había residido en esta ciudad algunas temporadas. Desde aquí enviaba sus colaboraciones a un diario brasileño. Esta distancia le permitía, sin duda, una libertad de expresión que necesitaba su espíritu crítico, su humor negro, su ironía constante para describir la sociedad francesa y saltar, con insolencia y agilidad, a los retratos de celebridades literarias, teatrales (el de Sarah Bernhardt es hilarante), políticas, entretejer la reflexión y las escenas de la vida cotidiana, ir de la crítica literaria al ensayo político, del drama a la narración.
Gran escritor, Queiroz escapa a su tiempo, sus textos no envejecen, son y serán actuales, me dije, pensando en la descripción que hace de los franceses cuando escribe: "Porque (...) sobre todo el parisiense (aquí podríamos hoy escribir "estadunidense") sigue siendo lo que Goethe describió como 'un cumplido caballero que no sabe nada de geografía'. Tal vez para enseñar la geografía al pueblo francés, su gobierno emprende conquistas. Para que, fuera de Europa, conozca una nación, el gobierno hace de ella, antes, una colonia. Así, la instrucción geográfica se extenderá poco a poco en Francia..."
Sin poder contener una carcajada al recordar las escenas de megalomanía de Sarah Bernahrdt, narradas por Queiroz, se me ocurrió que los habitantes de París (franceses o extranjeros, es igual) siguen siendo iguales a los de su época hoy día. Disfrazados de los personajes que se imaginan ser, se pasean por las calles para hacerse ver, no para ver. Si ven al otro es de reojo, para comparar su disfraz, saber que el propio es el mejor, así sea el de clochard, el de estudiante envejecido, el de mujer con perro, el de vieja alcohólica o el de intelectual desgarrado. Se trata, ante todo, de exhibirse.
De pronto, al dar vuelta en la esquina de la place Maubert, veo un gentío en las banquetas de Saint-Germain y en la acera del bulevar cinco autos de la policía, un camión de bomberos, dos ambulancias, una treintena de uniformados. Pienso de inmediato en un atentado, si no, ¿por qué ese agrupamiento? Me acerco bajo la llovizna. Me abro paso. Veo un hombre semidesnudo tendido en el suelo, a su alrededor médicos y enfermeros que le aplican todo tipo de aparatos más sofisticados unos que otros. La gente murmura, pregunto qué pasó. Me miran como a una demente: en París no se habla a alguien sin ser presentado si no es para preguntar por una calle. Descubro, cuando dos policías despejan el gentío, una camioneta abollada en el centro del cofre. Se trata de un atropellado. Doy dos pasos hacia atrás, me vuelvo invisible y sigo mirando, pero nuevos mirones admirativos se interponen y no consigo ver más. Me meto en el primer café. El mesero me informa que se trata de un accidente, que hay todos los días, en fin, un hastío que sufre a diario, con un tono de aburrimiento muy parisiense. Abro Lettres de Paris, leo durante una hora. La lluvia arrecia. Los ambulantes, acaso al ver disminuir el número de espectadores de la corrida, se van con el cuerpo del torero, ¿herido o muerto?, nunca lo sabré: cuando interrogué a un policía me miró como si quisiera extraerle un secreto de Estado. Al toro lo metieron en un camión policiaco de inmediato dejando sin los principales actores la escena. Los uniformados, sin público, empapados, marcan señales, siguen actuando para ellos mismos. Disfrazados de ellos mismos.
Yo vuelvo a mi lectura de Queiroz.