Usted está aquí: domingo 10 de diciembre de 2006 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Cajas

La estación del tren era como una llave abierta por donde escapa el agua. Lo que salía de este pueblo eran hombres, mujeres, niños. Se iban al norte en parejas, en grupitos, así que en un mismo día dejaban huecos en dos, tres, cuatro casas, y también en los campos de los alrededores.

Aunque no fueran nuestros parientes, todos salíamos de madrugada a despedirlos. Marchábamos formados como en las procesiones, sólo que en la primera fila en vez de nuestros santos patronos iban los viajeros. Era un honor cargarles las cajas de cartón donde habían metido una muda de ropa, una cobija. Los hombres casados llevaban además un arete de sus mujeres, las esposas el cinto de sus maridos, los niños ramas de plantas medicinales con las cuales pudieran curarse de la tos, de un dolorcito...

Siempre caminábamos muy despacio. Era una forma de mostrarles a los viajeros que no teníamos prisa de que se fueran y hasta de darles tiempo para que se arrepintiesen de emprender un viaje hacia lo desconocido. Que yo recuerde, nadie se arrepintió nunca; al contrario, todos parecían urgidos por irse de una vez para regresar más pronto.

Desde la curva del venado se veía la estación. En medio de la oscuridad, con su única ventana iluminada, el edificio parecía un gigante tuerto cabeceando en espera de sus víctimas. Los que íbamos a quedarnos en el pueblo rompíamos la fila y nos acercábamos a los viajeros para hacerles preguntas y arrancarles promesas. Todas eran iguales: "¿Seguro que empacaste la cobija?" "Júrame que volverás, porque si no allá te lo halles con Dios".

Lo más difícil de las despedidas eran los minutos previos a la llegada del tren. Resentíamos ya los efectos de la desmañanada, los temas de conversación se habían agotado y el nerviosismo era general. Los que iban a emigrar formaban un círculo junto a las vías del tren. En ese momento, aunque aún estuvieran en terrenos del pueblo, empezaban a alejarse de nosotros.

Quienes permaneceríamos en él nos sentábamos en las bancas, junto a la entrada de la administración, para hablar de las faenas del día, de algún trámite, de un rumor, de cualquier cosa que nos produjera la ilusión de que nada había cambiado entre nosotros.

El silbato lejano del tren causaba revuelo y desorden. Los viajeros levantaban las cajas que habían dejado en el piso y nosotros íbamos hacia ellos para decirles algo que ya no les importaba. Su único interés era abordar un vagón, elegir un asiento, disponer de un espacio para su equipaje. Todo eso lo observábamos a través de los cristales, marcados con las huellas de otros emigrantes.

Cuando los viajeros al fin se acercaban a las ventanillas para despedirse, ya era demasiado tarde: los vidrios representaban una barrera infranqueable. A nuestros parientes y amigos les pedíamos con señas que hablaran más fuerte. Era inútil: no podíamos escucharlos con claridad y, como ante una película muda, nos dábamos por bien servidos con sólo interpretar sus sonrisas, sus gesticulaciones, la expresión de sus ojos.

Con un silbido más agudo y prolongado el maquinista nos advertía que el tren ­detenido apenas unos segundos en la mísera estación del pueblo­ iba a ponerse en marcha. En el último intento por acompañar a los viajeros corríamos junto a los vagones, seguros de mantener su ritmo, hasta que al fin éramos vencidos por la velocidad.

Temblorosos, jadeantes, arrojando vaho por la boca, nos quedábamos mirando el convoy. Mientras más se alejaba más nos arrepentíamos de no haber aprovechado los minutos transcurridos en la estación para hablar ­quizá por última vez­ con nuestros seres queridos.

Bulmaro, el despachador con mangas de lustrina, cerraba la ventanilla abruptamente. Era su forma de recordarnos que, por el momento, ya no teníamos nada que hacer en la estación ni él tampoco. Como siempre, volvería la mañana siguiente para facilitarles a los viajeros el paso a un mundo prometedor y amenazante.

Hacíamos de prisa el camino de regreso al pueblo. Marchábamos en silencio, de mal humor, agobiados ya por el peso de la ausencia y la perspectiva de tener que multiplicar nuestros esfuerzos para cubrir la porción de trabajo que les habría correspondido a los ausentes.

II

Vivíamos entre la incertidumbre y la espera de noticias que rara vez nos llegaban: un día una carta, semanas después una breve llamada telefónica, relatos de viajeros que estaban de vuelta en el pueblo vecino. Acudíamos a verlos con la esperanza de que nos hubieran traído informes de nuestros parientes y amigos. Todos respondían lo mismo: "Aquello no es como aquí, donde nos conocemos desde siempre. Las ciudades y los campos son muy grandes, hay muchísima gente que va de un lado a otro. Es raro que vuelva uno a encontrarse con algún paisano".

Tercos, ofrecíamos la foto de "nuestro" viajero con la esperanza de que al menos alguien lo hubiera visto. Manteníamos la ilusión hasta que el informante se disculpaba: "No, lo siento, a este cristiano no lo conozco". Al cabo del tiempo y de vivir tantas veces las mismas decepciones, acabábamos por aceptar que nunca volveríamos a ver a quienes, meses o años antes, habíamos despedido en la estación.

III

Un lunes mi prima Julia recibió una carta del consulado de Los Angeles. Se le informaba que su esposo, Hilario Robledo, regresaría a Guanajuato el miércoles por el aeropuerto de León. La noticia fue muy celebrada.

En el pueblo nadie había tenido la experiencia de subirse a un avión. Julia se sintió orgullosa de que Hilario fuese el primero y todos lo consideramos, por eso, un triunfador. Pasamos la tarde decidiendo quién acompañaría a mi prima al aeropuerto: "Ven tú", me dijo. Anselmo se ofreció a llevarnos en su camioneta de redilas, porque sólo en ella podría caber el equipaje de Hilario, que de seguro superaba con mucho la caja de cartón en la cual había empacado una muda de ropa y su cobija.

El miércoles por la mañana salimos rumbo a León. De los tres, sólo Anselmo había estado allí. Se pasó el camino describiéndonos la ciudad y hasta nos habló de un restorancito donde podríamos detenernos en caso de que Hilario tuviera urgencia de comer algo mexicano. Cuando llegamos al aeropuerto y pedimos informes, un empleado nos indicó el pasillo por donde llegarían los viajeros procedentes de Los Angeles. Salió el último sin que Hilario hubiese aparecido. Inquietos, fuimos a pedirle informes a un maletero. Nos advirtió que el avión ya estaba vacío. Le dijimos que era imposible, y para demostrárselo Julieta le enseñó la carta del consulado. El hombre se rascó la frente: "Esta clase de pasajeros no llegan por aquí. Si gustan, los llevo". Aceptamos que nos condujera hasta una oficina donde estaba conversando una pareja. El maletero les habló en voz baja y enseguida desapareció sin mirarnos. El hombre se dirigió a Julia: "Me permite su documento, quiero decir, la carta del consulado". La leyó de prisa y oprimió un timbre: "Si quiere tomar asiento, señora, enseguida le traen a su marido." "¿Viene enfermo, tuvo un accidente?" No fue necesaria la respuesta: aparecieron dos empleados empujando la camilla donde venía el ataúd con los restos de Hilario.

Durante mucho tiempo Julieta se compensó de su viudez repitiendo que su marido había sido el primero en cumplir la promesa de regresar. Ya no le cabe ese orgullo: después de Hilario han vuelto al pueblo 270 emigrantes; se fueron en tren o en autobús, ligeros de equipaje, llenos de ilusiones; regresaron en avión con todo el peso de la muerte encima.

 
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