Ciudad Perdida
¿Sí se pudo?
Horas de nerviosismo y miedo federal
Hechos que marcan sitios en la historia
Eran poco después de las seis de la mañana y la noticia había acabado por despertar a los federales, que bien a bien no daban crédito a lo que les informaron:
Andrés Manuel López Obrador sí convocaría a un marcha multitudinaria, pero su rumbo sería exactamente el contrario al que la inteligencia policiaca federal suponía, para la que estaban preparados.
El presidente legítimo y cuando menos unos 100 mil de sus seguidores no marcharían hacia el oriente, donde los marinos, los grises de la PFP, los del Estado Mayor Presidencial y las tanquetas recién estrenadas contra la gente de Oaxaca los esperaban.
La ruta se marcó hacia el poniente, sobre el sendero de Reforma, rumbo al Auditorio Nacional, al Museo de Antropología e Historia donde habría una comida en la que se juntó la inteligencia mexicana que pudo reunir el panismo Enrique Krauze y Chespirito, entre otros, y los policías se pusieron nerviosos.
En una junta rápida, ejecutiva dirían ellos, se preguntaron qué podían hacer con el operativo montado en las inmediaciones de la Cámara de Diputados. Hubo quienes opinaron que lo mejor era trasladar por lo menos las tanquetas hasta Chapultepec, pero la idea se desechó, todas la demás también.
La gente en el Zócalo ya estaba lista a recibir la propuesta de López Obrador, y estalló en jubilo cuando escuchó que habría marcha. Todo Reforma sería inundado por los seguidores del presidente legítimo, y ese fue el motivo principal que se argumentó para que la idea de llevar las tanquetas no prosperara.
No quedaba otra opción para impedir que la marcha llegara hasta el Auditorio, que pedir ayuda a la policía del Distrito Federal. Pero en el equipo de López Obrador ya había un acuerdo: terminar la marcha en la Torre Mayor.
Ahí el paso se cerró con una valla en lo que se conoce como la Puerta de los Leones del bosque de Chapultepec, se creó un muro con dos filas de policías y se montó un templete para que López Obrador hablara ante la gente. Los federales, por fin, pudieron respirar tranquilos. Se trataba de una manifestación pacífica, sin pintas ni vidrios rotos, pero durante casi seis horas, los mismos federales estuvieron más que nerviosos llenos de miedo.
La estrategia había resultado perfecta. El Paseo de la Reforma estaba sin posibilidad de permitir el paso fácil, por ningún lado, a los invitados al Auditorio o al Museo de Antropología. Muchos llegaron tarde. La sillas vacías se llenaron con gente de seguridad, mientras arribaban los que traían invitación y gafetes sellados por códigos de barras para que no hubiera suplantaciones, supuestamente.
Y también quedaron claras las diferencias. Entre muros, Felipe Calderón protestó un cargo entre chiflidos y golpes. En el encierro estrenó, si así se le puede llamar, ese mismo cargo que no sirve para convencer a los de la calle.
Pero los de la calle, los que llegaron a las siete de la mañana, a las ocho, los que volvieron a Reforma para gritar su desacuerdo, sí tienen un presidente legítimo, y lo acompañaron desde el Zócalo hasta la Torre Mayor, entre porras, gritos de condena a Calderón y vivas a López Obrador.
La historia tiene sus nichos. Hay sitios destinados a los que trascienden, los que pueden pasear por la calle y entre la gente, pero la historia también tiene un lugar para los que trampean, para los que defraudan la voluntad popular, y ese espacio siempre ha sido la puerta trasera. Así es la historia. ¿Sí se pudo?