Editorial
Líbano: botín de todos
El asesinato del ministro libanés de Industria, Pierre Gemayel, perpetrado antier en Beirut, abre un nuevo ciclo de incertidumbre en Líbano, justo cuando ese país empezaba a superar la criminal incursión bélica israelí del verano pasado, que dejó mil 200 muertos, 4 mil heridos, un millón de desplazados, la destrucción de buena parte de la infraestructura y pérdidas materiales por unos 5 mil millones de dólares. Las sospechas de los libaneses cristianos y de los gobiernos occidentales han vuelto a recaer en el gobierno de Damasco, el cual mantiene una influencia tan significativa como turbia en la política libanesa, y de donde se sospecha que pudieron provenir las órdenes para los homicidios políticos anteriores, empezando por el del ex primer ministro Rafik Hariri (febrero de 2005), y que tienen como punto en común el que casi todas las víctimas compartían posiciones claramente contrarias a Siria.
Como ocurrió en la desaparecida Yugoslavia, el país de los dedros es el tablero en el que las potencias regionales y mundiales dirimen sus intereses a costa del sufrimiento de la población local, cuyas divisiones de potencial fratricida permanecen vigentes desde la prolongada guerra civil que padeció el país a fines del siglo pasado. Irán promueve y financia la milicia chiíta Hezbollah, que opera sobre todo en el sur del país; Siria mantiene hilos en la administración pública y en el ejército, y los gobiernos occidentales dan manos libres a Israel para que bombardee las zonas habitacionales libanesas cada vez que lo estime necesario.
Este juego de injerencias criminal e irresponsable ha colocado a Líbano y a toda la región en un punto crítico alarmante. El contingente militar occidental desplegado en el sur del país tras la agresión israelí tiene la misión teórica de desarmar a Hezbollah y de impedir una nueva incursión de las fuerzas de Tel Aviv, pero es incapaz de realizar la primera tarea y no tiene la menor voluntad real para la segunda; la aviación y la artillería israelíes siguen actuando con total impunidad e incluso han bombardeado las posiciones de los cascos azules, los cuales tienen expresamente prohibido responder el fuego. Por esas o por otras razones, los grupos fundamentalistas sunitas han empezado a considerar a ese contingente internacional como una extensión de las tropas de ocupación angloestadunidenses en Irak, y han amenazado con atacarlo. Si ello ocurre, la catástrofe de Irak podría extenderse a Líbano, si no es que a todo Medio Oriente, arrastrando a los otros protagonistas de la partida libanesa: Irán e Israel.
En esta circunstancia, la solución a la peligrosa circunstancia no está en manos de los libaneses. Por muchos esfuerzos de negociación y conciliación que éstos realicen, la hoguera puede volver a encenderse por decisiones tomadas en Washington, en Bruselas, en Tel Aviv, en Teherán y en Damasco.
Es exigible, en esta situación, que las potencias extranjeras saquen las manos del territorio libanés y permitan que sus habitantes resuelvan por sí mismos sus diferencias internas.