Lengua trabada
Las dificultades que enfrento en español cada vez que quiero referirme a una mujer de mi edad y condición son tantas que en lugar de tartamudear enmudezco.
En México no es lo mismo decir muchacha que señora; ni cuata que chava; ni chica que joven, suponiendo, se sobreentiende, que a una mujer en vísperas de sus sesentas todavía se la pueda nombrar con cualquiera de estos apelativos. Tampoco voy a llamarla dama ni mujer a secas, ni amiga, ni compañera, ni vieja, para el caso. No hay manera de nombrarla sin insinuar al mismo tiempo un sinfín de sentidos anexos, me temo que incorrectos, imprecisos, indeseables por equívocos o por peyorativos cuando no por maliciosos o sencillamente vagos.
Muchacha es también sirvienta; cuata es infantil y chava es vulgarcito o de plano para ñeros. Chica suena a español de España; joven se presta a burlas. Mujer, a mujerzuela; dama huele a iglesia o a señorita. ¿Amiga? ¿A quién se llama así? ¿Compañera? ¡Siglo pasado! Y una vieja no es, aparte de vieja, sino el modo familiar de una clase social mexicana de designar a la esposa, o la forma mexicanamente insultante de poner a una mujer en su lugar, que no es detrás del volante donde se encuentra cuando la denigran. Y calificar a una vieja de buenísima es salirnos del tema.
Está querida, otra palabra con la que, por el tono con que una mujer de mi edad y condición la pronuncie, al pretender distinguir con ella a la mujer con la que vio a su esposo, será adecuada, en su calidad de sinónimo de amante o galana, o sarcástica por lo que hiciera al afecto que pudiera contener. Una vez más señalo la dificultad que implica hablar, lo casi imposible que es comunicarse y entenderse en ningún idioma, se tome o no en cuenta el nivel de lengua o cualquier otra nominación con la que se defina un lenguaje determinado.
A mí me habría gustado que en México hubiéramos llamado viejos a nuestros padres según hacen los argentinos, que han sabido llenar el término de amor atemporal.
Mi hermana llamaba mami a nuestra abuela materna, cuando a mamá se dirigía por su nombre de pila. Y una prima distinguía a su tía nombrándola mami, en contraste con el mamá que utilizaba al hablar con su progenitora. La mami y la mamá de esta prima eran hermanas, y la mami hacía para ella las veces de papá. Hermana, por cierto, serviría para designar a otra si fuéramos negras en Estados Unidos o monjas. Y dejé pendiente el abuela. En mi país, las niñas (¡y ésta es otra!) de mi edad y condición no nos referíamos a la madre (¡y otra!) de nuestros progenitores sino en diminutivo, abuelita, decíamos; nos parecía rudo referirnos a ellas con su apelativo formal, pues nos resultaba cursi o ajeno lo de cabecitas blancas que, por otra parte, nunca supusimos que nosotras mismas llegaríamos a ser. Mamás sí; pero, ¿abuelas? Y no recuerdo el origen, ni tengo a mano diccionarios que me ilustraran, de la imprecación ¡Tu abuela!, que tanto molesta a quienquiera que se dedique.
Por lo que hace a niña, ¿qué decir? ¿Me imaginan refiriéndome hoy a una mujer de mi edad y condición así, niña? Sin embargo, muchas mujeres sí lo hacen, es decir, lo siguen haciendo pasados los años en que lo fueron y era natural considerar niñas a sus compañeras de clase, clase en el contexto de un colegio, y no, menos en aquellos tiempos, en el económico de las clasificaciones de la sociedad.
Y si no empleara más que el artículo indefinido una, ¿se entendería? ¿O qué es lo que se entendería? La frase podría ser, Conocí a una. ¿A una qué?, replicaría mi interlocutor. ¿Tipa? Lo que en España equivaldría a tía. Conocí a una tipa, Conocí a una tía. Sea como fuera, no funciona. ¿Ni llamarla sólo persona? Repito que es imposible hablar, sobre todo si lo que buscas es comunicarte para que te entiendan, que tampoco es lo mismo que aspirar a que te comprendan, ¿verdad?
Faltaba la posibilidad actualizada, ridícula o despersonalizada en su objetividad de referirme a una mujer de acuerdo a su actividad. Conocí a una artista, pasa; ama de casa; obrera, campesina, empleada, ejecutiva, diletante, técnica, investigadora, política, humanista, artesana, científica, mercader, profesionista, autora. ¿Pero qué tal, conocí a una hija de la chingada, cuando no hay otra forma de llamar a una mujer? Usar esta frase hablaría mal de mí más que de ella, no tanto por falta de exactitud como porque, en tanto que escritora, debería ser capaz de dar con otra, con el mismo significado pero sin procacidad.