Usted está aquí: viernes 3 de noviembre de 2006 Opinión La insurrección popular en Oaxaca

Francisco López Bárcenas

La insurrección popular en Oaxaca

Los pueblos de Oaxaca están insurreccionados. El gobierno federal les declaró la guerra para sostener en el poder a un cadáver político que se llama Ulises Ruiz, figurilla de turbio pasado, cuyo mérito más importante es haber sido el mapache mayor de los fraudes electorales, aspecto que su partido, su grupo político y él mismo consideraron suficiente para gobernar el estado más pobre del país, pero también más digno. Con esos antecedentes y la prepotencia con que se ha conducido, abusó del poder inclusive antes de ganar las elecciones; se peleó con las otras mafias políticas del Estado para no compartir el poder y mandó reprimir a la oposición verdadera, la que no transa su sometimiento a cambio de unas migajas, la que no reclama limosnas, sino derechos. No contaba con que la paciencia popular tiene un límite y él lo rebasó. Si en estos momentos todavía se considera gobernador es gracias al apoyo político y policiaco de El Yunque, la organización de la ultraderecha mexicana que usufructúa el poder agazapada tras instituciones de la república, todo para que un usurpador llamado Felipe Calderón pueda asumir el poder de la Presidencia de la República el próximo primero de diciembre.

Pero todos calcularon mal. Pensaron que serían suficientes las botas, los cascos y las armas de la Policía Federal Preventiva (PFP) para que el pueblo abandonara la lucha. No pensaron siquiera un momento que frente a un pueblo que levanta la bandera de la dignidad como escudo no hay fuerza policiaca que pueda detenerlo. No aprendieron nada de la rebelión indígena en Chiapas ni de otras luchas populares de este triste sexenio que termina bañado en sangre india, campesina y popular.

En aquellas luchas, como en ésta, los insurrectos recogen el guante que les avientan desde el poder y a cambio devuelven flores blancas a los personeros de los asesinos. Por eso la de Oaxaca es una rebelión inédita, una revuelta pacífica pero firme: la lucha de un pueblo que ya no está dispuesto a seguir siendo pisoteado. Y no exagero si afirmo que en nuestro país es la primera rebelión de este tipo en este convulsivo siglo que vivimos.

Las mafias políticas enquistadas en los gobiernos son incapaces de entender que a los rebeldes ya no les importa cuántos de sus compañeros han perdido la vida ni cuántos más la perderán, porque han caído de cara al sol, con la frente en alto, y muchos más están dispuestos a seguir su camino. Tampoco comprenden que no les interesa cuántos cientos más pierdan su libertad en las cárceles de los asesinos, pues bien saben que no hay barrotes que los detengan y mientras más presos estén más libres se sienten. Ya no importan los desaparecidos, porque con su ausencia son los que más presentes están en la lucha. Lo único que les interesa es continuar la lucha, demostrar que frente a la brutalidad policiaca se puede oponer una resistencia pacífica, que frente a la incapacidad de los funcionario por encontrar salidas políticas a las demandas populares el pueblo las puede ir construyendo, como de hecho está haciendo. Y si no, que pregunten a las miles de personas que un día después de la ocupación de la capital por la PFP se movilizaban para exigir su salida, a los que tras la destrucción de las barricadas colocan otras, a los que en las comunidades se organizan como retaguardia de los que están en el frente, a los que en el Distrito Federal se mantienen en huelga de hambre.

Atendiendo a los últimos acontecimientos se puede concluir que la rebelión oaxaqueña no tiene reversa y sólo hay dos maneras de ponerle fin: lanzando toda la fuerza del Estado contra los insurrectos o quitando la causa de la rebelión, es decir, que el gobierno federal y la clase política dejen de sostener a Ulises Ruiz como gobernador, sobre todo porque nunca ha gobernado y no lo hará aunque siga detentando el puesto. Cada una de ellas tiene sus propios costos. La primera desenmascararía al "gobierno del cambio" como lo que es en verdad: un gobierno de derecha, antipopular y represivo al servicio de los capitales nacionales y extranjeros, dispuesto a pasar por encima de quien se oponga a sus propósitos; el otro implicaría que ese mismo gobierno tuviera un rasgo de humildad y reconociera que sostener al repudiado gobernador y sus estrategias para desactivar la insurrección popular fueron un fracaso. Del lado de los insurrectos cada uno de estos escenarios podría generar diversas reacciones. En el primer caso es muy probable que logren someter a los pueblos levantados, pero no podrán evitar que los grupos armados entren en acción y muy probablemente no sólo en Oaxaca, sino en varias partes del país; en el segundo es seguro que las cosas vuelvan a su normalidad y con una agenda de reformas y un grupo ciudadano respetable que las opere es probable que hasta se sienten las bases de un nuevo pacto social. Esto último es lo más deseable, pero para que sea posible es necesario no dejar solos a los oaxaqueños insurrectos.

 
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