Casanova o la humillación
Giacomo Girolamo Casanova es un personaje que sólo pudo existir en el siglo XVIII europeo, esa complejísima época que amparó lo mismo a la Ilustración que al desenfrenado libertinaje del Parque de los ciervos, en donde convivieron Voltaire y el higienista inglés Condom, autor del preservativo que hasta la fecha lleva su nombre. Racionalismo y sensualidad de una corte que ya agotaba la paciencia del pueblo, tiñen al aventurero galante de las mil escapatorias, que lo mismo conoció a los grandes personajes -Voltaire, Rousseau, Federico el Grande, Catalina II, Luis XV y la marquesa de Pompadour- que tuvo que escapar de muchas prisiones, que narra en Historia de mis huidas de las prisiones de Venecia o que se hizo pasar por mago en tantas y tantas cortes, siempre en el destierro, siempre amando y dejándose amar por las mujeres. Su nombre es sinónimo de conquistador, pero parece ser que nunca usó a las féminas sino que les tuvo un gran respeto como estímulo de su condición erótica. Viejo y gastado, terminó sus días como bibliotecario del conde de Waldstein en el castillo de Dux situado en Bohemia.
Es en este momento en que lo ubica David Olguín, cuando ser bibliotecario significa ser uno más de los sirvientes del conde y en donde, próximo a su fallecimiento, escribe varias obras, la más conocidas serían sus Memorias de Santiago Casanova de Seingalt, publicadas después de su muerte y que terminan cuando obtiene el perdón del Dux y vuelve a Venecia en 1774. De sus etapas posteriores y hasta su muerte en 1798 se tienen pocos datos y Olguín aprovecha la idea de la decadencia física y social para hacer una reflexión acerca de cómo un ser que tuvo una vida rica y satisfactoria puede ser sujeto de las burlas de personas inferiores en todo que no le perdonan sus aires de grandeza en plena senectud. La humillación que sufre Casanova es doble, la del tiempo que vence a su cuerpo -se lamenta incluso de haber llegado a la incontinencia- y de los otros sirvientes del conde, que incluso escenifican una burlona farsita muy ofensiva. La amante furtiva del conde, el oficial de su guardia y el caballerango no tienen nada mejor que hacer, en el largo ocio de la ausencia de su señor, que reírse de quien no es ocioso ni malvado y que escribe sin cesar.
La pequeña cocinera es su amiga, aunque se haya prestado a la farsa y el caballero la alecciona en las lides del amor, al principio de la obra, la viste y maquilla de señora y le ofrece los medios al uso para evitar la inseminación. David Olguín es de los pocos dramaturgos mexicanos que aman el lenguaje y lo utilizan de manera suntuosa y las múltiples metáforas de la sensualidad que son usadas por el protagonista, en contraste con las vulgares expresiones de los otros personajes, convierte al texto en una obra de fino erotismo. Asimismo, en el delirio de la agonía de su protagonista introduce a algunos personajes, sobre todo a Voltaire muerto hacía 20 años y con el que discute, con lo que logra dar una visión muy completa de todo lo que fue el aventurero del Siglo de las luces.
La austera escenografía de Gabriel Pascal, con muy pocos elementos que ambientan la época, contrasta con el rico vestuario que se debe a Sergio Ruiz y Gloria Carrasco. En el momento del delirio, las paredes desaparecen y quedan los pocos muebles, la mesa que es escritorio y lecho de muerte, el baúl del cual se sacan muchos accesorios y que, ante el espectro enmascarado, resulta sinónimo de partida inminente, como antes fue referencia a la vida trashumante de Casanova. Las voces de Ana Ofelia Murguía como madame de Waldstein, de Rodolfo Blanco como el conde y de Pablo Moya Rossi como Lorenzo Da Ponte, el coro femenino y el diseño sonoro de Gonzalo Macías apoyan la escenificación que cuenta con un elenco excelente.
Claudio Obregón es un espléndido Casanova que logra conservar su dignidad esencial ante las afrentas y disfruta lo que le queda de sensualidad. Laura Almela, como Carolina Schwartz, divertida y feroz en la farsa, pero misericordiosa en algún momento y como Voltaire, arrogante y fría. José Carlos Rodríguez es un odioso y brutal Georg Feldkirchner, Gisela García Trigos encarna a una encantadora Anna Dorothea Kleer y Rodrigo Espinosa resulta un bufonesco Karl Wiedehort en un heterogéneo reparto que Olguín como director, entre otros méritos, supo homologar.