Deliberar, actuar
La crisis de la sociedad mexicana, contra la opinión autista de la derecha liberal, tiene razones mucho más profundas y difíciles de combatir que las malas prácticas democráticas, cierta intolerancia sociológica al derecho, concebido como esfuerzo formalista o racional para hacer compatibles la vida real con la vida imaginaria del poder, el mundo de los conflictos cuya solución depende en la práctica de la voluntad del que tiene y puede ante el desvalido que inerme acude a la justicia, perdida toda esperanza. Palabras mágicas: estado de derecho; instituciones (casi siempre en deuda funcional con la sociedad) se espetan como panaceas dada la ausencia de acuerdos de largo plazo para la gobernabilidad, que sólo podrían venir del reconocimiento honesto de la situación. No es así. Se pide diálogo para acallar la estridencia y la protesta. El objetivo es el orden, no la solución de los problemas, cuya aparición siempre es "inesperada", "sorprendente", "excesiva" como si la vida de México transcurriera por los salones de la nueva intelligentzia liberal y clasista y el mundo marginal no existiera. A quienes durante años soportaron estoicamente el experimento del reajuste estructural se le piden buenas maneras, un poco de política, total lo cortés no quita lo valiente, y se les acusa de dividir al pueblo y poner en riesgo las conquistas democráticas que vienen, al menos, de 1977. Ya el presidente de la Suprema Corte anda explicando, como si de párvulos se tratara, la significación del artículo 39: al ministro le preocupa, signo de los tiempos, que alguien -"el pueblo"- quiera cambiar el régimen de gobierno. Mensaje con destinatario que no debe echarse en saco roto.
Que hacen falta otras instituciones de y para la democracia es una perogrullada. Las encargadas de la seguridad y el orden nacieron podridas por la corrupción o la impunidad para defender la única pieza importarte: el poder presidencial. Otras, de apariencia vetusta y respetable, son feudos burocráticos sin vínculos con las necesidades de los ciudadanos. Hay que transformar el poder mismo, comenzando por la Presidencia de la República y hacer de la división de poderes un ejercicio de Estado democrático. Requerimos formas representativas parlamentarias, legisladores con verdaderas funciones de control sobre el gobierno. Cambiar la Constitución, remodelar el Estado en sentido democrático es obra de una gran reforma, no ocurrencia presidencial. Pero ese cambio no vendrá de los arreglos entre los chicos del rational choce, los tecnócratas hacendarios o los llamados pragmáticos que se suben adonde los lleven. Hará falta la presencia activa de una fuerza política organizada a la izquierda de la sociedad, sin compromisos permanentes con los grupos de interés que mueven los hilos bajo cuerda, pero capaz de tejer amplias coaliciones sin sectarismos, siempre y cuando se den como resultado de una verdadera deliberación de cara a la sociedad.
Necesitamos un orden jurídico que refleje las complejidades de la sociedad nacional en los inicios del siglo XXI, pero nada podrá lograrse si el círculo que hoy gobierna para reproducirse, como hizo el PRI, sigue enfrentando con la misma desidia intelectual y menosprecio los problemas que hacen de México un país de ciudadanos pobres, cuyo destino escapa a la camisa de fuerza moral, laboral e ideológica recortada por la derecha para superar "por la izquierda" a sus adversarios.
En cierta forma, nada de esto es nuevo, pero adquiere inusitada vitalidad al calor de esta crisis, cuya naturaleza objetiva parecería obvia. En tiempos no muy lejanos la razón de Estado justificaba la aplicación del derecho. Ahora, con razón, se exige lo contrario: que la ley dirija los actos del Estado. ¿Es suficiente, pregunto a los constitucionalistas, aplicar el derecho que tenemos o considerar en serio la gran reforma constitucional para que no permanezca el divorcio entre ley y realidad, la ficción de un "estado de derecho" aplicado a la carta? No olvidamos que en el pasado la ley sirvió para aplastar las garantías individuales, humanas, laborales: las matanzas de campesinos, obreros, estudiantes no están en el imaginario colectivo por casualidad: son una losa pesadísima sobre el Poder Judicial que nunca tuvo valor de deslindarse de dicho vergonzoso pasado.
Frente a los partidarios de la libertad, del individualismo y la libertad de empresa, fueron las izquierdas las únicas en alzar las banderas programáticas constitucionalistas en momentos que algunos prefieren olvidar: ellas lucharon por la autonomía y la independencia sindical, por la tierrra sin concesiones a los latifundistas, por el petróleo y la solidaridad que marca el hito culminante de un diálogo sin retorno entre pueblo y gobernantes, así como para hacer del arte y la cultura una voz propia bajo la dictadura diazordacista. Allí están los Revueltas, los Miguel Angel Velasco, los Campa y tantos otros en el campo democrático y nacional dispuestos a no sacrificar uno solo de los derechos abstractos que el pueblo mexicano ganó en mil batallas muy concretas, fatricidas, sangrientas.
Hoy que algunos se rompen las vestiduras por la aplicación de la ley "cueste lo que cueste" no saben, o no quieren saber, que los irredentos de hoy salieron a las calles a defender la Constitución, como decía Rafael Galván, de quienes tenían la obligación de hacerla respetar. Y lo hicieron en nombre de una Constitución de origen libertario, heredera de la férrea disposición a construir una nación donde en el orden universal muchos ya lo creían imposible. Lo que hay de nuevo, actual y siempre trascendente en el México de hoy es la idea de patria inacabada, en el sentido que su historia realizable supera la ficción de los pequeños imperios, las conquistas de aluvión atadas a los grandes momentos de cinismo nacional. Parece contradictorio que en plena globalización alguien crea que no estamos al final del camino modernizador, sino en algún punto de esa historia, como si la proximidad con el ideal del Imperio, con su burda falsificación de la democracia, fuera suficiente para hacernos creer que llegamos a la terminal donde trepó Madero al tren en 1910. Pero cada vez que las elites hacen la solemne declaratoria de que "hemos llegado", una protesta se alza vaga o brutalmente para recordarle al mundo la clase de país que aún somos.
Estamos ante el grave riesgo de tener un ciudadano incompleto, creado para satisfacer el principio de mayoría, indiferente ante el modo como se forjan las garantías individuales en una sociedad gobernada mediáticamente. En cierto modo, al mirar la vida pública nos hemos vacunado de ciertas nociones clásicas teóricas, de una idea acerca de los fines de la experiencia humana que nos ayuden a superar la fragmentación cada vez más peligrosa de una sociedad cada día más rota en sus relaciones esenciales. Cualquier tontería importada de Bruselas o Londres se impone como verdad inmutable entre izquierda y derecha, cuando el asunto es más claro: no hay democracia digna de tal nombre donde la mayoría deja el alma por la sobrevivencia. La izquierda hoy puede y debe asumir la responsabilidad de ofrecer a la nación ese conjunto de ideas y reformas que hagan posible alcanzar el futuro.